domingo, 20 de mayo de 2012

NOVELA - EL MILAGRO DE PUERTO COLOMBIA 12ª ENTREGA


 
 
 
 
 
 
 

Mientras regresaba a casa, presa de rabia y dolor, volví a llorar. A pesar de ello en ningún momento, ni entonces, ni con el paso de los años, sentí rencor hacía Samuel. Nuestra historia había sido algo hermoso, amé a aquel hombre de tal forma que no he vuelto a sentir lo mismo por ningún otro y me sentí tan amada por él, que colmó mis deseos como  mujer. Recibí además el regalo de un hijo que me llenó de ilusión y dio sentido a mi vida.
Tuve en esos momentos duros el apoyo de mi padre quien, a pesar de haberme avisado de que aquello podía pasar, jamás me volvió la espalda. También Cecilia, mi tía, me ayudó mucho cuidando  a mi hijo mientras yo trabajaba y el pequeño no estaba escolarizado.

Samuel intentó ponerse en contacto conmigo pero no quise verle. Habló con mi padre para que me hiciese saber sus deseos de colaborar en la manutención del niño pero rechacé su ayuda. Solo conservamos, de él, el viejo velero que le entregó a mi padre para que, cuando estuviese en edad de hacerlo, enseñase a navegar a su nieto.
No volví a verle, se que volvió a España cuando se inauguró el Santuario Mariano de la Virgen del Carmen y terminó con ello su compromiso laboral. También me confirmaron que se había casado con Isabel, aquella toledana que quiso hacer pasar por su prima. Mejor así, cada uno en su mundo, él no habría sido feliz viviendo en Puerto Colombia y yo, quien sabe, si me habría adaptado a vivir en Toledo o cualquier otro lugar al que el trabajo de Samuel me hubiese llevado.

El segundo cumpleaños de mi hijo coincidió con el cierre de la empresa de mi padre. El negocio apenas dejaba ganancias y él se sentía mayor para seguir peleando. Con sus ahorros y una pequeña pensión que le  quedaría tenía suficiente para vivir, sin lujos, pero también sin apreturas.
En mi caso me vi forzada a buscar otro empleo. Mis estudios de secretariado me sirvieron para acceder a una plaza de administrativa en  el Rectorado de la Universidad del Norte, en Barranquilla. Allí continuo, después de veinte años, a la espera de que llegue el día en que pueda pensionarme.
Ha sido una etapa dura. He tenido muchos momentos de soledad pero no volví a unir mi vida a la de ningún hombre. Han sido muchos los que se han acercado a mí, pero siempre atraídos por mi belleza y los deseos de disfrutar de mi cuerpo. En una ciudad como la mía nos conocemos todos y son pocos los varones dispuestos a unirse a una mujer que lleva con ella al hijo de otro. Tampoco me seducía la idea de trabajar para mantener a ningún zángano solo por el hecho de tener compañía en la cama.
Mi hijo ha sido, después de Samuel, el único hombre de mi vida. Con mi sueldo y alguna ayuda de mi padre he podido sacarlo adelante y proporcionarle los estudios de medicina que recién terminó. Actualmente realiza las prácticas en el Hospital General de Barranquilla, paso previo a su licenciatura.
Ramiro se parece mucho a su padre. Es un poco más alto de lo que era él y tiene su porte gallardo y atractivo. También ha heredado su afán por el estudio y, recordando a su progenitor, algunas veces pierde la paciencia ante la indolencia con la que la mayoría de sus compatriotas encaran cualquier labor.
Sabe de sus orígenes lo poco que yo le he explicado y nunca me ha presionado para conocer más.
Una vez preguntó quién era su padre y yo le contesté que fue un buen hombre con el que yo viví una bella, apasionante y breve historia de amor. Le conté cuanto nos quisimos, como salíamos a navegar en aquel velero que para él conservó su abuelo. Le dije que era un extranjero  que después de unos años en Colombia, un mal día, tuvo que regresar a su país del que nunca más volvió.

La falta de un padre ha hecho que mi hijo y yo siempre hayamos estado muy unidos, compartiendo aficiones  y disfrutando el uno con la compañía del otro. Algunos festivos  y fines de semana, cuando las obligaciones de ambos nos lo permiten, Ramiro y yo salimos a navegar. Como si el tiempo no hubiera transcurrido, al igual que hacíamos con Samuel, recorremos la costa y, alejados de la civilización, recalamos en alguna de aquellas calas en las que revivo tantas vivencias. Mientras mi hijo bucea o pesca, yo me tiendo en la arena dejando que el sol y los recuerdos me acaricien. Cierro los ojos y siento sobre mi piel el calor del uno y el abrazo de los otros.


viernes, 18 de mayo de 2012

LEYENDA - LA CASA ENCANTADA




La Casa Encantada
 




Esta historia, en forma de carta, está dedicada a Mara (Mª del Carmen Salgado Romera), una excelente escritora y aún mejor amiga. Viniendo desde Oviedo, Mara, me descubrió esta joya que es la Casa Castellarnau. Suyas son la mayoría de  las  fotografías del interior de la casa  que ilustran la narración. Este edificio alberga en la actualidad la sede del Museo de Historia de la ciudad de Tarragona.

Tarragona, un día de...
 
Querida amiga:
 
         Como sabes, me encuentro de nuevo en Tarragona lugar por el que, a pesar de serme bastante familiar, sigo manteniendo una permanente curiosidad. La misma, casi siempre, tiene el premio de poder descubrir algún sitio con encanto, no visto en mis anteriores visitas. Hasta ahora mi interés por esta ciudad se había centrado en su pasado romano y en admirar las obras que ese pueblo legó a la posteridad. Vestigios de esa civilización que han perdurado en el tiempo para ser admirados por otras generaciones son, por citarte algunos de ellos:
- El Acueducto de Les Ferreres, más conocido como Pont del Diable, una magnifica obra de ingeniería construida en tiempos del Emperador Trajano para llevar el agua del Río Francolí hasta la ciudad.
- Las monumentales murallas del siglo II aC reconstruidas parcialmente en la Edad Media, siglos XIII al XVI, en la que se yerguen ufanas las Torres de Defensa Minerva, Cabiscol y del Arquebisbe. Bordeando las murallas, y enlazándolas con El Campo de Marte, El Passeig Arqueológic invita a olvidarse del tiempo y recorrerlo con calma y sosiego.
- El Anfiteatro Romano, al que poco a poco las sucesivas excavaciones van acercando a su estado primitivo y que está situado junto al mar en un enclave de gran belleza.
- El Pretori, torre del siglo I llamada Palacio de Augusto que fue, en la Edad Media, residencia de los Príncipes de Tarragona y de los Reyes de Aragón, utilizándose más tarde como prisión. Actualmente es la sede del Museo de Historia de Tarragona.
- Forum de la Colonia, plaza porticada construida en tiempos de Augusto a la que circundaban diversos edificios civiles y religiosos de los que aún queda algún vestigio.
 
Pero no son estos monumentos el motivo principal de mi carta. En ella quiero contarte una misteriosa historia que no sé si me ha sucedido realmente, o bien ha ocurrido en alguno de los sueños que mi imaginación de escritor aficionado crea.
Tengo por costumbre, en mis estancias en esta ciudad, aprovechar el despertar del día para acercarme por su Rambla Nova hasta el mar.


Este paseo siempre me ha parecido una gran pista de despegue, como las que hay en los aeropuertos; más de una vez he sentido la tentación de correr por ella y al llegar al final, donde aparece el mar, volar hasta él y zambullirme en sus azules aguas. Afortunadamente la verja protectora de lo que llaman El Balcón del Mediterráneo y el sentido común no me han dejado llevar a cabo esta aventura que, sin duda, no habría de tener un buen final.
Reconfortado con el calor de los primeros rayos solares, mi caminar se prolonga por El Paseo de Las Palmeras hasta el Anfiteatro Romano donde, en vano, espero ver aparecer a los actores representando alguna tragedia de la época. 


Cuando por fin me convenzo de que el único espectáculo posible es el que me proporcionan las olas del mar entregándose a la arena de la playa, reanudo mi recorrido.
Un poco más allá aparece El Pretori y empieza el Passeig de Sant Antoni desde el cual, con la muralla como compañera, sigue mi andadura hasta encontrar El Campo de Marte y El Passeig Arqueológic. 


En este punto ya se ha hecho totalmente de día y es el momento de dar por finalizado mi paseo. Por La Vía del Imperi Roma, nexo de unión con la ciudad moderna, me dirijo a mi hotel para asearme y desayunar antes de afrontar los compromisos que me esperan durante la jornada.
Rara vez, hasta esta última visita, me adentraba por las calles del casco antiguo que encontraba algo tristes y faltas de calor en esas primeras horas de la mañana. Una cena y los comentarios de uno de los comensales sobre una misteriosa casa, despertaron mi curiosidad e hicieron cambiar mis hábitos y el itinerario de mis salidas matutinas. 
La casa de la que había oído hablar la noche anterior está ubicada en la Calle dels Cavallers, llamada así porque en ella establecieron, durante el siglo XIV, su residencia algunas de las familias más poderosas e influyentes de la ciudad. Esta mansión, que tiene más de cinco siglos de historia, contó con distintos propietarios, entre ellos la familia Castellarnau de la que tomó el nombre por el que se la conoce en nuestros días. Además de dar cobijo a gentes de la nobleza tuvo, esta vivienda, el privilegio de que en ella se alojasen algunos personajes ilustres. Su huésped más relevante sería el Emperador Carlos I, quien en el año 1542 visitó Tarragona y la eligió como residencia mientras estuvo en la ciudad.
Siendo interesante, no es su historia lo que hace misteriosa a esta casa sino las leyendas que de la misma se cuentan. Se dice que en ella habita el fantasma de una de sus moradoras. Se trata de una niña muerta antes de alcanzar la pubertad y de la que en ocasiones, según cuentan, se pueden escuchar sus lloros y lastimeros gemidos.
Decidido a averiguar cuanto había de cierto, en esa historia, a la mañana siguiente mientras realizaba mi habitual paseo me dirigí a la Calle dels Cavallers. No fue necesario que modificase demasiado mi ruta habitual. Después de saludar al mar (desde aquel balcón que frenaba mis ansias de vuelo) y dejar atrás el Anfiteatro, entré al Casco Antiguo por el Portal de Sant Antoni situado en el paseo del mismo nombre.


Aunque no es el camino más corto, decidí subir hasta la Plaça del Forum y pasar por la Catedral (quizás para invocar la protección divina, ante los fantasmas que pudiese encontrar más adelante), bajando después por la Calle Mediona que desemboca justo delante de La Casa Castellarnau. Todas estas calles están, a primeras horas de la mañana, huérfanas de la vida que le dan por las tarde los turistas, paseantes y gentes del lugar, de ahí que como ya he comentado me resultasen frías y desangeladas.


No fue precisamente un fantasma lo que vi al llegar a la Casa Castellarnau. En un balcón del primer piso una bella mujer exponía su esplendida desnudez a los primeros rayos de sol de la mañana. Aquella visión del sol, acariciando y dando calor a aquella maravillosa criatura, seguro que había despertado, de golpe, a más de uno de aquellos vecinos que, somnoliento, se dirigía a su trabajo. Sin duda la vista de aquella bella dama era un buen motivo para madrugar. En mi caso, que esperaba descubrir fantasmas, pensé que la mujer no podía ser uno de ellos y que en todo caso así debían de ser los ángeles.
Paralizado por la sorpresa estuve mirando el balcón hasta que la mujer, sonriente, lo abandonó. La gran puerta que daba acceso a la mansión estaba cerrada y no había nadie por allí para preguntar quien vivía en ella. Decidí marcharme con el firme propósito de volver al día siguiente. Dediqué el resto del día a mis obligaciones profesionales y obvie comentar a nadie lo que había visto aquella mañana. Pensaba que de haberlo hecho alguien podía atribuir aquella aparición a la resaca de una noche de fiesta.
Al despuntar el alba ya me encontraba frente a la Casa Castellarnau. Ansioso, esperaba el momento de que la misteriosa mujer apareciese para disfrutar del primer sol de la mañana. Se hizo completamente de día y ella no apareció. Empezaba a dudar de si realmente la había visto alguna vez. Cuando, desanimado, inicié el camino de regreso vi que otra puerta, cercana a la entrada principal de la casa, estaba entreabierta.
La abrí y pasé al interior encontrándome en un patio no demasiado grande pero suficiente para disfrutar de agradables ratos de ocio.


Había grandes macetas con plantas que, además de su belleza, contribuían a crear una sensación de frescor, ideal para combatir el calor en las tardes de verano. Estuve un rato en aquel lugar esperando ver a alguna de las personas que allí vivían. No apareció nadie y un impulso irresistible me empujó a subir por aquella esbelta escalera de bóveda y capiteles góticos.
Pasé por delante de la cocina, limpia como si estuviese preparada esperando que alguien encendiese los fogones y empezase a cocinar. Era una estancia grande con azulejos antiguos en la pared y una imagen de San Antonio, me pareció, además de otra Santa a la que no supe identificar.

Después vería que la presencia de imágenes o pinturas de Santos se repetía en diversos lugares de la casa.
De repente me pareció oír como un murmullo de voces, acompañado de música, que provenía de la primera planta.
Pensé, por la hora que era, que no parecía muy lógico que se estuviese celebrando una fiesta. Llevado por la curiosidad empecé a subir por la escalera; conforme lo hacía, el eco de la música y las voces se iban apagando, al igual que la intensa luz que provenía de dos inmensas arañas de cristal colocadas en el techo del salón destinado, pienso yo, a bailes y recepciones. El techo de este salón estaba decorado con pinturas mitológicas que recuerdan a la Fraga de Vulcano (parece ser que los Castellarnau, o alguno de los otros dueños que tuvo la casa, tuvieron negocios de forja y herrería y esos frescos eran una alegoría a ese oficio). No había rastro de presencia humana en aquella estancia y mi desconcierto cada vez era mayor.


El balcón en el que había visto a la mujer tomando baños de sol resultó ser el de una sala de billar en la cual, además de la mesa para practicar este juego, había un gran armario, posiblemente del siglo XIX y otros muebles más antiguos. Pero el detalle que más llamó mi atención fue un magnífico cuadro hecho en marquetería desde el cual una dama parecía estar atenta a las carambolas que pudiesen realizar los ocasionales jugadores. La particularidad de este cuadro es que ofrece la misma imagen en el anverso y el reverso De pronto escuché sonar las notas de una nostálgica melodía que alguien arrancaba a un piano. Me dirigí al sitio del que parecía venir la música y me pareció ver a una joven que, alejándose del instrumento, desaparecía dentro de un cuadro. Me encontré en una sala en la que, además del piano, dos pequeñas mesas, cuyo pie lo formaban tres elefantes unidos en un abrazo, daban soporte a dos monumentales jarrones orientales. Me llamaron la atención las sillas destinadas a los hombres que en los apoyabrazos tenían como remate, justo en el lugar donde habitualmente se sitúan las manos, una talla con el torso de una mujer desnuda. Quizás para que, al compás de la música, esos varones acariciasen quien sabe que fantasías. Al otro lado del piano, en la pared, el cuadro desde el que la joven que creía haber visto desaparecer en el mismo, me miraba llena de melancolía. ¿Sería ella, aquella a quien se oía llorar y gemir en algunas ocasiones?
Me arrancó de estas divagaciones el ruido del chapoteo en una bañera. Cuando llegué a la sala de donde provenía el sonido tampoco había nadie. Se trataba de un dormitorio, parece ser que el principal de la vivienda, con muebles de estilo isabelino. Para uso exclusivo del mismo existe un cuarto de baño que dispone de una gran bañera de mármol, que no hubiese desentonado en ninguna de las villas de la Tarraco romana. Otra vez me traicionaba el subconsciente y la bañera carecía de ocupante.
  
 Salí de la habitación a la antesala en la que un maravilloso secreter llamó mi atención. Mi afición a los muebles antiguos y mi admiración por los trabajos de artesanía no podían tener mejor premio que la contemplación de aquella obra en la que el artesano empleó, sin duda, gran parte de su vida laboral. Las preciosas tallas y las incrustaciones de nácar, recreando motivos de la época, merecían que les prestase toda mi atención, aunque mi presencia en aquella casa obedeciese a otros motivos.
La mujer seguía sin aparecer, pero lo más extraño es que la única presencia humana en la mansión parecía ser la mía. Aun así seguía oyendo ruidos, ahora en la parte opuesta donde estaba situado el comedor. Fui hasta allí pensando que quizás los inquilinos estarían desayunando. El comedor dispone, como el resto de salas, de un soberbio mobiliario y una estupenda chimenea que nadie parece disfrutar.

 Sólo me quedaba una sala por visitar, se trataba de un gran despacho decorado con estanterías de estilo romántico repletas de vasijas de cerámica, como si se tratase de una farmacia antigua. Permanecí un rato en aquel despacho pensando que su dueño o dueña podía aparecer en cualquier momento, pero fue en vano. Volví sobre mis pasos y en esos momentos me pareció ver a una señora mayor, vestida de negro. La llamé, pero rápidamente desapareció por uno de los pasillos. La seguí hasta llegar a una pequeña sala de la que no me había percatado anteriormente.

En las paredes había varios cuadros y en uno de ellos estaba aquella señora que, sólo un momento antes, había visto huir por el pasillo. Me dio la impresión de que mantenía una sonrisa burlona, como si se regocijase de mi desconcierto. Me acerqué al cuadro y entonces su cara permaneció seria, con una sensación de misterio como la que se respiraba en toda la mansión.
Salí a la calle molesto por no haber podido descubrir los misterios de aquella casa, pero cautivado por su belleza.
Esta es la historia, amiga mía, que te quería contar y que no he contado a nadie más. Sabiendo de tu curiosidad por descubrir cosas nuevas no dudo que aprovecharás la primera oportunidad que tengas para visitar Tarragona y tratar de desentrañar el misterio de la Casa Castellarnau. Sólo un ruego que, si por fin das con los secretos que este lugar encierra, me lo hagas saber. En todo caso disfruta de su belleza sin que te turben, en demasía, sus historias de fantasmas.
Esperando verte pronto me despido con un abrazo.

Matías Ortega Carmona



domingo, 13 de mayo de 2012

NOVELA- EL MILAGRO DE PUERTO COLOMBIA 11ª ENTREGA


 
 
 
 
 
Ramiro, mi hijo, nació un 12 de junio. Le dije a Samuel, sin que él pusiese el menor reparo, que ya que no estábamos casados y no parecía que fuésemos a estarlo, el niño llevaría el nombre de mi padre y mis apellidos.
Aunque el parto no tuvo ningún problema, mi salud se resintió después de nacer el niño. El médico me ordenó reposo y mi tía Cecilia, que alegando que mi padre ya estaba algo mayor para estar solo se había ido a vivir con él, me dijo que me fuese una temporada con ellos. Samuel seguía manteniendo una relación muy fría con mi padre y no le alegró demasiado la idea de compartir casa con él pero, a pesar de ello, decidí aceptar la oferta de mi tía. A estas alturas Cecilia y Ramiro, al menos de puertas hacia dentro, no escondían su relación y compartían uno de los dos dormitorios que tenía el apartamento. Yo, con Samuel y el niño, podría ocupar el otro situado en la primera planta, lo cual nos daba algo más de intimidad y también evitaba que los dos hombres tuviesen que estar juntos si no les apetecía. De  todos modos Samuel, excusándose en su trabajo, se quedaba la mayor parte de las noches en el apartamento de la playa de Pradomar. Según decía le era más cómodo, pues allí tenía organizado su estudio con su tablero de dibujo y toda la documentación necesaria para sus obligaciones profesionales.

A finales de agosto, yo aún seguía en casa de mi padre, Samuel me comunicó la visita de su madre. Me informo también que para que la travesía en barco se le hiciese más amena y para ayudarla en cualquier contratiempo que pudiese presentar durante el viaje, Teresa, vendría acompañada por su sobrina Isabel.
En un primer momento creí que Samuel quería que su madre nos conociese a su nieto y a mí pero mi gozo duró apenas un instante, el que tardó mi papi en decirme que no era el momento y que había que darle tiempo para que pudiese asimilar la situación. Nuestra relación chocaba con la forma de ser y las costumbres por las que se regía aquella dama toledana.
Yo, pecando de ilusa, creí las palabras de mi amante y pensé que, durante el mes que tía y sobrina tenían  previsto pasar en Puerto Colombia, Samuel encontraría el momento más adecuado para que pudiesen conocernos a mi hijo y a mí.
Las dos mujeres se instalaron en el apartamento de Samuel por  lo que éste, para que no levantar sospechas, dejó de pasar las noches conmigo. Se acercaba a la casa durante el día, en visitas cada vez más cortas. Yo le apremiaba para que aclarase las cosas con su madre, pero él siempre me pedía un poco más de paciencia.
Una mañana, había pasado una semana desde su última visita, salí a buscarle. Pensaba que estaría en las obras del Santuario y me dirigí hasta aquel lugar. Cristóbal, el capataz que mandaba a los obreros, se llegó solicito a recibirme y con una malévola sonrisa me informó de que el “españolito” hacía días que no aparecía por allí y que su mamá y la primita lo tenían muy ocupado.
Le di las gracias por la información y me alejé en dirección al puerto. Mientras lo hacía maldecía a aquel hombre que seguía sonriendo con lascivia y  con sus ojos clavados en mi trasero.
Al llegar al lugar donde Samuel tenía atracado su velero pude verlo en la cubierta. Mantenía una animada conversación con una señora de porte distinguido, sin duda sería Teresa, y una mujer poco mayor que yo, muy hermosa, que debía de ser Isabel, la prima llegada de España.
En un momento dado Teresa bajó al camarote pude ver como Samuel tomaba a su “prima” por la cintura y atrayéndola hacía él la besaba con pasión en la boca. Lo hacía con la misma pasión que yo recordaba de sus primeros días conmigo y que aquel hombre, al que yo me entregué sin ninguna reserva, había olvidado tan pronto.
Las lágrimas afloraron a mis ojos con virulencia y cesaron con el mismo ímpetu con que vinieron. Aquello que sospechaba y no quería creer era ya una realidad. Samuel se había cansado de Colombia y de mí, ni siquiera su hijo le daba un motivo para aferrarse a una tierra, para él, extraña, a la que ya solo le ataban sus compromisos profesionales.
Me acerqué al velero y subí a él. Las dos mujeres, Teresa había regresado, me miraron con curiosidad y mi amante tenía los ojos muy abiertos, como si estuviese paralizado por la sorpresa. Intentó hablar y no pudo, o quizás no le dejé, me acerque hasta él y le besé con furia, hasta que aquel último beso me hizo daño, después le abofeteé y me despedí de él diciéndole – “Adiós papi, no me busques, no quieras saber más de mí, tu hijo y yo no te necesitamos”

Ignoraba si al final, Samuel, le había contado a Teresa algo de mí y de su nieto, en todo caso me pareció verla sonreír mientras me alejaba. No entendía como aquella mujer podía renunciar a conocer a una criatura que llevaba su misma sangre. Después entendí que esa era la forma de olvidar con más prontitud el paso de Samuel por Colombia y de ver a su hijo cumplir aquello que ella siempre había deseado.  Cuando terminase su trabajo en Puerto Colombia, el hijo pródigo volvería al hogar. Una vez en Toledo, se casaría con Isabel, una joven culta, de buena posición, que le ayudaría a progresar en su carrera y, sin duda, llegarían otros nietos que la harían sentirse feliz de ser abuela.