jueves, 31 de mayo de 2012

LIBRO DE VIAJE POR LOS RECUERDOS 2ª ENTREGA DE MIS PAISAJES

Con una rapidez pasmosa fueron cambiando los paisajes de mi infancia. Los campos de cultivo desaparecían, los árboles se arrancaban y en su lugar se edificaban casas y más casas. Los nuevos barrios: Los Molinos, Cirera, Vista Alegre, Cerdanyola, La Llantia, etc eran, son, en lo que no se ha reformado de ellos, un caos urbanístico y un atentado a las más elementales normas de arquitectura. Calles, empinadas y tortuosas, muestran edificios en los que la azotea de uno está al mismo nivel que la entrada del otro.
La ausencia total de servicios y de medios de comunicación con el núcleo de la ciudad convertía estas zonas en focos de marginalidad y muchas veces de inseguridad.

La necesidad de un lugar en el que vivir y la falta de recursos llevaba a los emigrantes a construir viviendas infames que en algunos casos, cuando sus dueños prosperaban un poco, servían para realquilar a otros recién llegados. A éstos (con la etiqueta de “cuarto con derecho a cocina y baño”), paisanos convertidos en sanguijuelas, les alquilaban verdaderos agujeros donde se cocinaba en la misma habitación que se dormía y el baño consistía en un lavabo y un water de uso común.
Poco a poco, aquellos barrios, se irían dotando de alcantarillado y alumbrado. En la calles se construían aceras y se colocaban adoquines que las hacían más seguras para los vehículos motorizados y más peligrosas para los niños, que estábamos acostumbrados a que ése fuese nuestro lugar de juegos.
Casi sin darnos cuenta dejamos de ver pasar los carros de caballos que transportaban mercancías y hasta el Drapaire aquel que, según nos cuenta Serrat ( Joan Manel Serrat, cantautor catalán) compraba trapos y ropa sucia, paraguas y muebles viejos, cambió su viejo carro por una flamante furgoneta en la que, eso si, conservó la campana con la que avisaba al personal de su presencia.

Parque Municipal
La perdida de la calle, como escenario de juegos, hizo del Parque Municipal un lugar habitual de esparcimiento. En un tiempo en el que nadie tenía una especial preocupación por los espacios verdes, Mataró, disponía ya de ese estupendo recinto. Árboles de distintas especies, plátanos, eucaliptos, pinos, cedros y otras especies siguen dando sombra y cobijo a los muchos mataroneses que en cualquier época del año pasean por él.
Un pequeño zoológico, nos permitía disfrutar de la presencia de distintos animales; monos, cisnes, patos y un espectacular osa, a la que llamábamos Julia, contribuyeron durante algunos años a hacer más ameno aquel entorno. Todos estos animales fueron desapareciendo pero el resto del parque apenas ha cambiado. Los
jardines seguían, en mi última visita, igual de cuidados.
En el centro de la fuente, delante del Casal de Avis, la estatua del negrito se mantiene con su sonrisa impertérrita evocándonos rincones tropicales o de ultramar.

Negrito en el Casal dels Avis
Estatuas de personajes celebres de la ciudad, como el arquitecto Josep Puig y Cadafalch, y algún que otro foráneo, están repartidas por distintos rincones recordándonos que en su paso por la vida, esas personas, dejaron una huella másprofunda que la de sus coetáneos.

Estatua de Puig y Cadafalch

La zona de juegos infantiles está en el mismo lugar aunque ampliada con aparatos de aspecto más moderno que no hacen olvidar a columpios y toboganes, que eran y son los preferidos de los pequeños y otros que no se resignan a dejar de serlo. Recuerdo que mis amigos y yo, animados por algún que otro cuba-libre, habíamos rematado las emociones de alguna noche de verbena deslizándonos por el más grande de esos aparatos. Ligados a ese espacio están muchos momentos importantes de mi infancia y juventud.
En el centro del parque hay una gran pista de cemento en la que se utilizaba en competiciones deportivas, eventosmusicales y otras actividades. Esa pista servía también para que los domingos por la tarde y festivos, niños y algunos adolescentes, paseasen en bicicletas alquiladas; las había de tres ruedas para los más pequeños y de dos para los que yasabían aguantar el equilibrio. No recuerdo el precio pero si que, para mis posibilidades económicas, resultaban prohibitivas por lo que en pocas ocasiones podía disfrutar de ellas.
 
Sin cambiar de territorio, mis amigos y yo, pasamos de las bicicletas a perseguir los favores de alguna quinceañera que quisiera hacernos caso. El velódromo de la ciudad, adosado al Parque Municipal, era lo que hoy llamamos un espacio multiusos; allí se celebraban veladas ciclistas, combates de boxeo, conciertos y, los domingos por la tarde, baile con orquestas y los mejores conjuntos musicales del momento. El centro del velódromo, habilitado como pista de baile, era el escenario donde los jóvenes, además de tratar de emular a Fred Astaire y Ginger Rogers (2) buscaban, con intenciones más o menos serias, acortar distancias con su pareja. Son incontables los matrimonios, de Mataró y alrededores, que tuvieron su origen en las tardes del Velódromo.


(2) Fred Astaire y Ginger Rogers, famosa pareja de bailarines americanos, protagonistas de comedias
musicales.


sábado, 26 de mayo de 2012

NOVELA- EL MILAGRO DE PUERTO COLOMBIA ÚLTIMA ENTREGA


 
 
 
 
 

He vuelto, como cada 16 de julio, al Santuario de la Virgen del Carmen. Durante los oficios religiosos, los ojos de la Patrona y los míos se han encontrado en muchos momentos. En algún instante he creído ver que me sonreía y eso ha aliviado mi melancolía (“Según te mire la Virgen, así te irán las cosas”).
La misa ha terminado y la imagen, a hombros de los fieles, ha iniciado el camino hacia el Monte Carmelo. Yo espero a que la iglesia quede desierta para abandonarla.
Desde  la puerta, un hombre con el cabello cano, me sonríe. Se trata de Raúl, unos años mayor que yo y al que conozco desde siempre. Fue el encargado del pequeño astillero de mi padre y estuvo con él hasta que cerró el negocio. Es un hombre cabal que siempre me ofreció amistad y respeto. Estuvo casado, aunque tuvo un matrimonio poco feliz. Su mujer, Flor, más dada a rumbear que a llevar una casa, lo abandonó a los pocos años de estar casados, según decía, por su carácter serio y poco ambicioso. Durante unos  carnavales, Flor, conoció a un empresario de Medellín y se fue con él. Cuentan que cuando a éste se le pasó el capricho la echó de casa y que la mujer había recalado en Cartagena de Indias donde se dedicaba a la prostitución.
Quizás porque no llegó a ser padre, Raúl siempre trató a mi hijo como si fuese el que él no tuvo. Jugaba con él, le regalaba juguetes y le gustaba estar al tanto de cómo progresaba en sus estudios.
Nunca me ha insinuado nada pero yo se que está enamorado de mi. Desde que mi hijo empezó en la Universidad hemos salido juntos a menudo. En alguna ocasión hemos ido a merendar al Balneario de Sabanilla en el cual ya no estaba su antiguo director, Santiago, que dejó el empleo para cumplir su sueño de conseguir otras metas en España.
No sé lo que nos deparará el destino  (quizás deba volver a mirar los ojos de la Virgen para saber sobre ello) pero Raúl y yo nos encontramos bien juntos y, aunque los dos sabemos que nunca le querré de la misma forma que él me quiere a mí, no descarto pasar la última etapa de mi vida en su compañía.


La hegemonía de que en otro tiempo disfrutó  Puerto Colombia, en el tráfico marítimo de la zona, se ha ido perdiendo en favor de Barranquilla. Las obras de ampliación en el puerto de la capital van desviado hacia él toda la actividad portuaria.
El que en su día llenó de orgullo a los porteños, por ser el muelle más largo de Suramérica, languidece falto de movimiento. Las humeantes locomotoras que circulaban por él, buscando el mar, ya son solamente un recuerdo y los pabellones que antaño albergaban las mercancías presentan en muchos casos un aspecto ruinoso y fantasmagórico.
El tren  que unía Puerto Colombia y Barranquilla es ya historia como lo es, tristemente, el ferrocarril en Colombia.
Pero los porteños somos como el Ave Fénix, sabemos sufrir y renacer de nuestras cenizas. Sentimos y amamos la vida y algunas veces, como es mi caso, pagamos por ello. Pero quizás por eso también, vivimos historias como la que les acabo de contar y disfrutamos intensamente de lo que tenemos en cada momento.

Me llamo Yanira,  mujer, amante y madre; he vivido el milagro de conocer y disfrutar de algo tan bello como es el amor.
Nací y resido en Puerto Colombia, lugar que también tuvo su propio milagro con unos años de gran auge económico. Una imagen religiosa, olvidada en la penumbra de un almacén, vio la luz coincidiendo con los mejores momentos de la ciudad. Los porteños hicieron de ella su patrona y olvidan cualquier pena cuando se trata de festejar  a su Virgen del Carmen.

“Según te mire la Virgen, así te irán las cosas”

Yo estoy segura que la Virgen nos mirará bien y velará por el futuro de Puerto Colombia y ¿cómo no? también por el mío.



Matías Ortega Carmona

lunes, 21 de mayo de 2012

LIBRO DE VIAJE POR LOS RECUERDOS 1ª ENTREGA DE MIS PAISAJES

                                                                    PROLOGO

 Al empezar a escribir este libro, que titularé Mis Paisajes, no
pretendo hacer algo que pueda confundirse con una guía
turística. Por ello el lector no encontrará, en el mismo, una
descripción minuciosa de los lugares que iré presentando y
puede que incluso, si le son conocidos, le parezca que las
imágenes que describo no se ajustan a la realidad.
Seguramente no le faltará razón; en unos casos, porque con
los años, alguno de esos paisajes se ha modificado de forma
sustancial, hasta el punto de que puede decirse que han
desaparecido; en otros, porque el terreno es simplemente el
marco en el que se encuadran las emociones vividas, siendo
éstas las conforman la verdadera imagen.
Doy por hecho que el viaje por estas páginas no despertará
en quien las lea los mismos sentimientos que en quien las
escribe y esta premisa también justifica el titulo pues, es
obvio que, todos esos paisajes están vistos desde mis ojos y
vestidos y adornados con mis vivencias. Espero de todos
modos que si alguien se enfrasca en esta lectura la
encuentre, cuando menos, interesante.
Para poner fecha y origen al inicio de este libro he escogido el
más reciente de los paisajes, la estación de ferrocarril del
Camp de Tarragona. No será, probablemente, el último de los
que aparezcan en él, pero tiene unas connotaciones muy
especiales. Esta estación modificará con toda seguridad el
entorno en que se encuentra pero, además, traerá cambios en
el devenir de las personas que con su trabajo le dan vida y
también en el de los viajeros que utilizan sus servicios. En mi
caso significa dedicar el final de mi vida laboral a un proyecto
que nace para hacer que el transporte ferroviario, en esta
provincia, siga siendo el vehículo que con toda rapidez lleve
personas y sueños hacia un futuro mejor.

Camp de Tarragona 28 de agosto de 2007






                         Paisajes de infancia
 
Los primeros paisajes que recuerdo son los de los
extrarradios de una ciudad que cambiaba su fisonomía día a
día. La continua llegada de inmigrantes procedentes de otras
partes de España hizo que Mataró, como otras ciudades de
Catalunya, tuviese un crecimiento rápido y no siempre
controlado.
Aunque nací y pasé los primeros dos años de mi vida viviendo
con mis padres, mi hermano mayor, mis tíos y primos en un
piso de alquiler en el centro de la ciudad, no tengo recuerdos
reales de esa época. Si se forjaron imágenes en mi
subconsciente, después de que en alguna ocasión mi madre
me llevase de visita a esa vivienda. Ellas me hablan de
hacinamiento y malas condiciones de vida debido a la
cantidad de gente que vivíamos allí.
Cuando tuvieron unos ahorros, mis padres y mis tíos,
compraron un terreno en las afueras de la ciudad y en el
mismo construyeron una vivienda para las dos familias. La
casa la dividía un pasillo central quedando a cada lado de
este tres habitaciones, una cocina, un pequeño comedor y un
más que elemental cuarto de aseo. En los laterales de la
edificación otros dos pasillos, estos descubiertos, llevaban a
la parte trasera en la que había un patio con un lavadero.
Las dos familias fuimos pioneras en lo que hoy es el populoso
barrio de Los Molinos Altos. Recuerdo que lo que era la
ciudad vieja terminaba en el Parque Municipal y a partir de
éste se extendían terrenos de labor en el que los almendros y
la viña convivían con otros cultivos. La sensación era la de
vivir en contacto con la naturaleza y nos sentíamos tan
ajenos a la urbe que, cuando dejábamos nuestro entorno
para llegarnos hasta ella, solíamos decir “Vamos a Mataró”,
cuando la realidad es que la distancia que nos separaba era
exigua.
 
En nuestro barrio, las calles eran de tierra y cuando llovía se
volvían intransitables. Si las lluvias eran fuertes, se habría el
terreno en profundos surcos que derivaban en torrenteras,
arrastrando el agua todo lo que encontraba a su paso. Existía
y aún existe, aunque ya hace años que se cubrió, un pequeño
canal que llamábamos El Desvío al que iban a parar estas
aguas y las que bajaban procedentes de las montañas
cercanas. Durante algún tiempo, hasta que viajando descubrí
que los ríos eran otra cosa, eso fue lo más parecido a éstos
que conocí.
 
Fuente del 1º de Mayo


 Uno de los rincones que disfruté en mi infancia, de los pocos
que perdura sin haber sufrido grandes cambios, es la Fuente
de Mayo. Esta fuente era, en su origen, un lugar situado en las
afueras de Mataró y acercarse a el a pasear o merendar
podía considerarse como una pequeña excursión.
Han desaparecido, de la explanada que hay en la parte
superior, una vivienda que estaba allí ubicada y los
algarrobos que compartían la tierra con unos pequeños
pinos. Entre aquellos pinos, mis amigos y yo, enterrábamos
nuestros “tesoros” cuando, en nuestros juegos, imitábamos a
los terribles corsarios que surcaban un mar que desde aquel
lugar entonces, sin grandes edificios que lo ocultasen,
podíamos divisar. Después, cuando volvíamos a buscar
aquello tan celosamente guardado, casi nunca atinábamos
con su paradero y muchas veces, ya de adulto, he sentido la
tentación de ponerme a excavar, no se si para hallar el tesoro
perdido o para tratar de reencontrarme con mi niñez.
Una canción muy de aquella época que alguna vez oía
tararear a mi padre, aficionado al cante flamenco, decía - “La
fuente se ha secado, las azucenas están marchitas…” Eso no
ha sucedido con la Fuente de Mayo de cuyo caño seguía
manando el agua la última vez que estuve en ella. También
siguen allí aquellos pequeños pinos, poco crecidos a pesar del
tiempo transcurrido, que me recuerdan unos días en los que
necesitábamos poco más que nuestra imaginación para pasar
unos ratos divertido
 
Muy cerca de La Fuente de Mayo está situado el viejo
Cementerio que aún hoy se sigue utilizando ocasionalmente.
La ciudad, en su crecimiento, ha engullido este recinto
ubicado en su origen a las afueras de la misma. Eso ha hecho
necesario construir un nuevo Campo Santo para aquellos que
duermen el sueño eterno.
He mencionado ese lugar porque también fue uno de los
paisajes habituales de mi infancia. En su interior hay una
pequeña capilla que, a falta de una verdadera iglesia, era la
sede de la parroquia y en ella se celebraban misas y
funerales. Los oficios religiosos como bodas, bautizos y
comuniones se llevaban a cabo en la iglesia de San José o
bien en la Basílica de Santa María, ambas situadas en el
centro de Mataró. Se evitaba así que un día de evidente
alegría para los protagonistas tuviese un escenario tan poco
apropiado para la fiesta.

Capilla del Cementerio Viejo


Mi relación con esta capilla fue, por decirlo de alguna
manera, casi profesional pues me tomaba muy en serio el
trabajo de ayudante de Mosén Jubany, el cura párroco.
Durante muchos años fui el monaguillo titular de la misma y
eso me hizo familiarizarme con aquel entorno.
Mi labor como acólito abrió mis ojos a otros paisajes de los
que, dada mi edad, no era muy consciente pero que sin
ninguna duda fueron calando en mi personalidad. Como ya
he dicho anteriormente, en aquella capilla eran infrecuentes
las celebraciones que incitaran a la alegría y por el contrario
se hacían muchos funerales por lo que aprendí a verle la cara
al dolor y empecé a no temerle a la muerte. Descubrí también
que, por mucho que los poderosos se esforzasen en
diferenciarse de los humildes, adornando su parcela con ricos
mármoles y colocando en las tumbas bellas estatuas, todos
los inquilinos de aquel lugar escuchaban la misma canción y
se arrullaban con el murmullo de los cipreses.
De que nadie perturbase el reposo de sus vecinos y de que en
el cementerio estuviese todo en orden se cuidaba  el sepulturero, que vivía con su familia en una casa adosada al
mismo. Recuerdo, de esta casa, el gran huerto cuajado de
naranjos en el que Pere sembraba también tomates y otras
hortalizas. En alguna ocasión acompañaba a Mosén Jubany
que, a la vez que párroco, era administrador del cementerio
en sus paseos por aquel huerto. No imaginaba entonces,
cuando me sentaba a la sombra de los naranjos, que años
más tarde en aquel lugar habría una iglesia en la se
celebrarían ceremonias sin distinguir si su finalidad era triste
o alegre. En ella, en la iglesia de Nuestra Señora de la
Esperanza, me casé, bauticé a mis hijos y me he despedido
de más de un ser querido. Siempre que he vuelto a esa iglesia
me ha acompañado el recuerdo de aquel buen sacerdote y el
del niño que le ayudaba.

 
Iglesia de Ntra. Sra. de La Esperanza




domingo, 20 de mayo de 2012

NOVELA - EL MILAGRO DE PUERTO COLOMBIA 12ª ENTREGA


 
 
 
 
 
 
 

Mientras regresaba a casa, presa de rabia y dolor, volví a llorar. A pesar de ello en ningún momento, ni entonces, ni con el paso de los años, sentí rencor hacía Samuel. Nuestra historia había sido algo hermoso, amé a aquel hombre de tal forma que no he vuelto a sentir lo mismo por ningún otro y me sentí tan amada por él, que colmó mis deseos como  mujer. Recibí además el regalo de un hijo que me llenó de ilusión y dio sentido a mi vida.
Tuve en esos momentos duros el apoyo de mi padre quien, a pesar de haberme avisado de que aquello podía pasar, jamás me volvió la espalda. También Cecilia, mi tía, me ayudó mucho cuidando  a mi hijo mientras yo trabajaba y el pequeño no estaba escolarizado.

Samuel intentó ponerse en contacto conmigo pero no quise verle. Habló con mi padre para que me hiciese saber sus deseos de colaborar en la manutención del niño pero rechacé su ayuda. Solo conservamos, de él, el viejo velero que le entregó a mi padre para que, cuando estuviese en edad de hacerlo, enseñase a navegar a su nieto.
No volví a verle, se que volvió a España cuando se inauguró el Santuario Mariano de la Virgen del Carmen y terminó con ello su compromiso laboral. También me confirmaron que se había casado con Isabel, aquella toledana que quiso hacer pasar por su prima. Mejor así, cada uno en su mundo, él no habría sido feliz viviendo en Puerto Colombia y yo, quien sabe, si me habría adaptado a vivir en Toledo o cualquier otro lugar al que el trabajo de Samuel me hubiese llevado.

El segundo cumpleaños de mi hijo coincidió con el cierre de la empresa de mi padre. El negocio apenas dejaba ganancias y él se sentía mayor para seguir peleando. Con sus ahorros y una pequeña pensión que le  quedaría tenía suficiente para vivir, sin lujos, pero también sin apreturas.
En mi caso me vi forzada a buscar otro empleo. Mis estudios de secretariado me sirvieron para acceder a una plaza de administrativa en  el Rectorado de la Universidad del Norte, en Barranquilla. Allí continuo, después de veinte años, a la espera de que llegue el día en que pueda pensionarme.
Ha sido una etapa dura. He tenido muchos momentos de soledad pero no volví a unir mi vida a la de ningún hombre. Han sido muchos los que se han acercado a mí, pero siempre atraídos por mi belleza y los deseos de disfrutar de mi cuerpo. En una ciudad como la mía nos conocemos todos y son pocos los varones dispuestos a unirse a una mujer que lleva con ella al hijo de otro. Tampoco me seducía la idea de trabajar para mantener a ningún zángano solo por el hecho de tener compañía en la cama.
Mi hijo ha sido, después de Samuel, el único hombre de mi vida. Con mi sueldo y alguna ayuda de mi padre he podido sacarlo adelante y proporcionarle los estudios de medicina que recién terminó. Actualmente realiza las prácticas en el Hospital General de Barranquilla, paso previo a su licenciatura.
Ramiro se parece mucho a su padre. Es un poco más alto de lo que era él y tiene su porte gallardo y atractivo. También ha heredado su afán por el estudio y, recordando a su progenitor, algunas veces pierde la paciencia ante la indolencia con la que la mayoría de sus compatriotas encaran cualquier labor.
Sabe de sus orígenes lo poco que yo le he explicado y nunca me ha presionado para conocer más.
Una vez preguntó quién era su padre y yo le contesté que fue un buen hombre con el que yo viví una bella, apasionante y breve historia de amor. Le conté cuanto nos quisimos, como salíamos a navegar en aquel velero que para él conservó su abuelo. Le dije que era un extranjero  que después de unos años en Colombia, un mal día, tuvo que regresar a su país del que nunca más volvió.

La falta de un padre ha hecho que mi hijo y yo siempre hayamos estado muy unidos, compartiendo aficiones  y disfrutando el uno con la compañía del otro. Algunos festivos  y fines de semana, cuando las obligaciones de ambos nos lo permiten, Ramiro y yo salimos a navegar. Como si el tiempo no hubiera transcurrido, al igual que hacíamos con Samuel, recorremos la costa y, alejados de la civilización, recalamos en alguna de aquellas calas en las que revivo tantas vivencias. Mientras mi hijo bucea o pesca, yo me tiendo en la arena dejando que el sol y los recuerdos me acaricien. Cierro los ojos y siento sobre mi piel el calor del uno y el abrazo de los otros.


viernes, 18 de mayo de 2012

LEYENDA - LA CASA ENCANTADA




La Casa Encantada
 




Esta historia, en forma de carta, está dedicada a Mara (Mª del Carmen Salgado Romera), una excelente escritora y aún mejor amiga. Viniendo desde Oviedo, Mara, me descubrió esta joya que es la Casa Castellarnau. Suyas son la mayoría de  las  fotografías del interior de la casa  que ilustran la narración. Este edificio alberga en la actualidad la sede del Museo de Historia de la ciudad de Tarragona.

Tarragona, un día de...
 
Querida amiga:
 
         Como sabes, me encuentro de nuevo en Tarragona lugar por el que, a pesar de serme bastante familiar, sigo manteniendo una permanente curiosidad. La misma, casi siempre, tiene el premio de poder descubrir algún sitio con encanto, no visto en mis anteriores visitas. Hasta ahora mi interés por esta ciudad se había centrado en su pasado romano y en admirar las obras que ese pueblo legó a la posteridad. Vestigios de esa civilización que han perdurado en el tiempo para ser admirados por otras generaciones son, por citarte algunos de ellos:
- El Acueducto de Les Ferreres, más conocido como Pont del Diable, una magnifica obra de ingeniería construida en tiempos del Emperador Trajano para llevar el agua del Río Francolí hasta la ciudad.
- Las monumentales murallas del siglo II aC reconstruidas parcialmente en la Edad Media, siglos XIII al XVI, en la que se yerguen ufanas las Torres de Defensa Minerva, Cabiscol y del Arquebisbe. Bordeando las murallas, y enlazándolas con El Campo de Marte, El Passeig Arqueológic invita a olvidarse del tiempo y recorrerlo con calma y sosiego.
- El Anfiteatro Romano, al que poco a poco las sucesivas excavaciones van acercando a su estado primitivo y que está situado junto al mar en un enclave de gran belleza.
- El Pretori, torre del siglo I llamada Palacio de Augusto que fue, en la Edad Media, residencia de los Príncipes de Tarragona y de los Reyes de Aragón, utilizándose más tarde como prisión. Actualmente es la sede del Museo de Historia de Tarragona.
- Forum de la Colonia, plaza porticada construida en tiempos de Augusto a la que circundaban diversos edificios civiles y religiosos de los que aún queda algún vestigio.
 
Pero no son estos monumentos el motivo principal de mi carta. En ella quiero contarte una misteriosa historia que no sé si me ha sucedido realmente, o bien ha ocurrido en alguno de los sueños que mi imaginación de escritor aficionado crea.
Tengo por costumbre, en mis estancias en esta ciudad, aprovechar el despertar del día para acercarme por su Rambla Nova hasta el mar.


Este paseo siempre me ha parecido una gran pista de despegue, como las que hay en los aeropuertos; más de una vez he sentido la tentación de correr por ella y al llegar al final, donde aparece el mar, volar hasta él y zambullirme en sus azules aguas. Afortunadamente la verja protectora de lo que llaman El Balcón del Mediterráneo y el sentido común no me han dejado llevar a cabo esta aventura que, sin duda, no habría de tener un buen final.
Reconfortado con el calor de los primeros rayos solares, mi caminar se prolonga por El Paseo de Las Palmeras hasta el Anfiteatro Romano donde, en vano, espero ver aparecer a los actores representando alguna tragedia de la época. 


Cuando por fin me convenzo de que el único espectáculo posible es el que me proporcionan las olas del mar entregándose a la arena de la playa, reanudo mi recorrido.
Un poco más allá aparece El Pretori y empieza el Passeig de Sant Antoni desde el cual, con la muralla como compañera, sigue mi andadura hasta encontrar El Campo de Marte y El Passeig Arqueológic. 


En este punto ya se ha hecho totalmente de día y es el momento de dar por finalizado mi paseo. Por La Vía del Imperi Roma, nexo de unión con la ciudad moderna, me dirijo a mi hotel para asearme y desayunar antes de afrontar los compromisos que me esperan durante la jornada.
Rara vez, hasta esta última visita, me adentraba por las calles del casco antiguo que encontraba algo tristes y faltas de calor en esas primeras horas de la mañana. Una cena y los comentarios de uno de los comensales sobre una misteriosa casa, despertaron mi curiosidad e hicieron cambiar mis hábitos y el itinerario de mis salidas matutinas. 
La casa de la que había oído hablar la noche anterior está ubicada en la Calle dels Cavallers, llamada así porque en ella establecieron, durante el siglo XIV, su residencia algunas de las familias más poderosas e influyentes de la ciudad. Esta mansión, que tiene más de cinco siglos de historia, contó con distintos propietarios, entre ellos la familia Castellarnau de la que tomó el nombre por el que se la conoce en nuestros días. Además de dar cobijo a gentes de la nobleza tuvo, esta vivienda, el privilegio de que en ella se alojasen algunos personajes ilustres. Su huésped más relevante sería el Emperador Carlos I, quien en el año 1542 visitó Tarragona y la eligió como residencia mientras estuvo en la ciudad.
Siendo interesante, no es su historia lo que hace misteriosa a esta casa sino las leyendas que de la misma se cuentan. Se dice que en ella habita el fantasma de una de sus moradoras. Se trata de una niña muerta antes de alcanzar la pubertad y de la que en ocasiones, según cuentan, se pueden escuchar sus lloros y lastimeros gemidos.
Decidido a averiguar cuanto había de cierto, en esa historia, a la mañana siguiente mientras realizaba mi habitual paseo me dirigí a la Calle dels Cavallers. No fue necesario que modificase demasiado mi ruta habitual. Después de saludar al mar (desde aquel balcón que frenaba mis ansias de vuelo) y dejar atrás el Anfiteatro, entré al Casco Antiguo por el Portal de Sant Antoni situado en el paseo del mismo nombre.


Aunque no es el camino más corto, decidí subir hasta la Plaça del Forum y pasar por la Catedral (quizás para invocar la protección divina, ante los fantasmas que pudiese encontrar más adelante), bajando después por la Calle Mediona que desemboca justo delante de La Casa Castellarnau. Todas estas calles están, a primeras horas de la mañana, huérfanas de la vida que le dan por las tarde los turistas, paseantes y gentes del lugar, de ahí que como ya he comentado me resultasen frías y desangeladas.


No fue precisamente un fantasma lo que vi al llegar a la Casa Castellarnau. En un balcón del primer piso una bella mujer exponía su esplendida desnudez a los primeros rayos de sol de la mañana. Aquella visión del sol, acariciando y dando calor a aquella maravillosa criatura, seguro que había despertado, de golpe, a más de uno de aquellos vecinos que, somnoliento, se dirigía a su trabajo. Sin duda la vista de aquella bella dama era un buen motivo para madrugar. En mi caso, que esperaba descubrir fantasmas, pensé que la mujer no podía ser uno de ellos y que en todo caso así debían de ser los ángeles.
Paralizado por la sorpresa estuve mirando el balcón hasta que la mujer, sonriente, lo abandonó. La gran puerta que daba acceso a la mansión estaba cerrada y no había nadie por allí para preguntar quien vivía en ella. Decidí marcharme con el firme propósito de volver al día siguiente. Dediqué el resto del día a mis obligaciones profesionales y obvie comentar a nadie lo que había visto aquella mañana. Pensaba que de haberlo hecho alguien podía atribuir aquella aparición a la resaca de una noche de fiesta.
Al despuntar el alba ya me encontraba frente a la Casa Castellarnau. Ansioso, esperaba el momento de que la misteriosa mujer apareciese para disfrutar del primer sol de la mañana. Se hizo completamente de día y ella no apareció. Empezaba a dudar de si realmente la había visto alguna vez. Cuando, desanimado, inicié el camino de regreso vi que otra puerta, cercana a la entrada principal de la casa, estaba entreabierta.
La abrí y pasé al interior encontrándome en un patio no demasiado grande pero suficiente para disfrutar de agradables ratos de ocio.


Había grandes macetas con plantas que, además de su belleza, contribuían a crear una sensación de frescor, ideal para combatir el calor en las tardes de verano. Estuve un rato en aquel lugar esperando ver a alguna de las personas que allí vivían. No apareció nadie y un impulso irresistible me empujó a subir por aquella esbelta escalera de bóveda y capiteles góticos.
Pasé por delante de la cocina, limpia como si estuviese preparada esperando que alguien encendiese los fogones y empezase a cocinar. Era una estancia grande con azulejos antiguos en la pared y una imagen de San Antonio, me pareció, además de otra Santa a la que no supe identificar.

Después vería que la presencia de imágenes o pinturas de Santos se repetía en diversos lugares de la casa.
De repente me pareció oír como un murmullo de voces, acompañado de música, que provenía de la primera planta.
Pensé, por la hora que era, que no parecía muy lógico que se estuviese celebrando una fiesta. Llevado por la curiosidad empecé a subir por la escalera; conforme lo hacía, el eco de la música y las voces se iban apagando, al igual que la intensa luz que provenía de dos inmensas arañas de cristal colocadas en el techo del salón destinado, pienso yo, a bailes y recepciones. El techo de este salón estaba decorado con pinturas mitológicas que recuerdan a la Fraga de Vulcano (parece ser que los Castellarnau, o alguno de los otros dueños que tuvo la casa, tuvieron negocios de forja y herrería y esos frescos eran una alegoría a ese oficio). No había rastro de presencia humana en aquella estancia y mi desconcierto cada vez era mayor.


El balcón en el que había visto a la mujer tomando baños de sol resultó ser el de una sala de billar en la cual, además de la mesa para practicar este juego, había un gran armario, posiblemente del siglo XIX y otros muebles más antiguos. Pero el detalle que más llamó mi atención fue un magnífico cuadro hecho en marquetería desde el cual una dama parecía estar atenta a las carambolas que pudiesen realizar los ocasionales jugadores. La particularidad de este cuadro es que ofrece la misma imagen en el anverso y el reverso De pronto escuché sonar las notas de una nostálgica melodía que alguien arrancaba a un piano. Me dirigí al sitio del que parecía venir la música y me pareció ver a una joven que, alejándose del instrumento, desaparecía dentro de un cuadro. Me encontré en una sala en la que, además del piano, dos pequeñas mesas, cuyo pie lo formaban tres elefantes unidos en un abrazo, daban soporte a dos monumentales jarrones orientales. Me llamaron la atención las sillas destinadas a los hombres que en los apoyabrazos tenían como remate, justo en el lugar donde habitualmente se sitúan las manos, una talla con el torso de una mujer desnuda. Quizás para que, al compás de la música, esos varones acariciasen quien sabe que fantasías. Al otro lado del piano, en la pared, el cuadro desde el que la joven que creía haber visto desaparecer en el mismo, me miraba llena de melancolía. ¿Sería ella, aquella a quien se oía llorar y gemir en algunas ocasiones?
Me arrancó de estas divagaciones el ruido del chapoteo en una bañera. Cuando llegué a la sala de donde provenía el sonido tampoco había nadie. Se trataba de un dormitorio, parece ser que el principal de la vivienda, con muebles de estilo isabelino. Para uso exclusivo del mismo existe un cuarto de baño que dispone de una gran bañera de mármol, que no hubiese desentonado en ninguna de las villas de la Tarraco romana. Otra vez me traicionaba el subconsciente y la bañera carecía de ocupante.
  
 Salí de la habitación a la antesala en la que un maravilloso secreter llamó mi atención. Mi afición a los muebles antiguos y mi admiración por los trabajos de artesanía no podían tener mejor premio que la contemplación de aquella obra en la que el artesano empleó, sin duda, gran parte de su vida laboral. Las preciosas tallas y las incrustaciones de nácar, recreando motivos de la época, merecían que les prestase toda mi atención, aunque mi presencia en aquella casa obedeciese a otros motivos.
La mujer seguía sin aparecer, pero lo más extraño es que la única presencia humana en la mansión parecía ser la mía. Aun así seguía oyendo ruidos, ahora en la parte opuesta donde estaba situado el comedor. Fui hasta allí pensando que quizás los inquilinos estarían desayunando. El comedor dispone, como el resto de salas, de un soberbio mobiliario y una estupenda chimenea que nadie parece disfrutar.

 Sólo me quedaba una sala por visitar, se trataba de un gran despacho decorado con estanterías de estilo romántico repletas de vasijas de cerámica, como si se tratase de una farmacia antigua. Permanecí un rato en aquel despacho pensando que su dueño o dueña podía aparecer en cualquier momento, pero fue en vano. Volví sobre mis pasos y en esos momentos me pareció ver a una señora mayor, vestida de negro. La llamé, pero rápidamente desapareció por uno de los pasillos. La seguí hasta llegar a una pequeña sala de la que no me había percatado anteriormente.

En las paredes había varios cuadros y en uno de ellos estaba aquella señora que, sólo un momento antes, había visto huir por el pasillo. Me dio la impresión de que mantenía una sonrisa burlona, como si se regocijase de mi desconcierto. Me acerqué al cuadro y entonces su cara permaneció seria, con una sensación de misterio como la que se respiraba en toda la mansión.
Salí a la calle molesto por no haber podido descubrir los misterios de aquella casa, pero cautivado por su belleza.
Esta es la historia, amiga mía, que te quería contar y que no he contado a nadie más. Sabiendo de tu curiosidad por descubrir cosas nuevas no dudo que aprovecharás la primera oportunidad que tengas para visitar Tarragona y tratar de desentrañar el misterio de la Casa Castellarnau. Sólo un ruego que, si por fin das con los secretos que este lugar encierra, me lo hagas saber. En todo caso disfruta de su belleza sin que te turben, en demasía, sus historias de fantasmas.
Esperando verte pronto me despido con un abrazo.

Matías Ortega Carmona