jueves, 30 de agosto de 2012

LIBRO DE VIAJE POR LOS RECUERDOS 7ª ENTREGA DE MIS PAISAJES




LANZAROTE - GRAN CANARIA





La isla de Lanzarote sería durante casi un año mi nuevo hogar. Tras jurar bandera, en Hoya Fría, me destinaron a Arrecife, su capital.Embarcamos en Santa Cruz, en un cascarón, si lo comparamos con el barco que nos había llevado desde Barcelona hasta allí dos meses y medio antes. Con aquel recuerdo aun presente, el viaje no era precisamente algo que me ilusionase y esperaba de él lo peor. Sin embargo la travesía fue muy tranquila. Hicimos una breve escala en Las Palmas, cinco horas, y llegamos al puerto de Arrecife al día siguiente sin que el movimiento de la embarcación me causase el más mínimo mareo. Parece que, sin saberlo, me había convertido en todo un “lobo de mar”.Al igual que sucedió con la llegada a Tenerife, tampoco el desembarco en el Puerto de los Mármoles de Arrecife nos ofreció la imagen idílica que se tiene de las islas.El alojamiento al que nos trasladaron si mejoraba un poco al anterior y con el paso de los días pudimos apreciar, también, una diferencia en el trato que nos dispensaban los militares profesionales. Quizás el que tuviésemos que convivir con ellos, durante muchos meses, era el motivo de que se nos tratase con algo más de respeto.
El cuartel estaba ubicado a las afueras de la ciudad, era un recinto cerrado y en el mismo había varios pabellones que daban cobijo a la tropa.
Estaban en mejor estado que los barracones de Hoya Fría y disponíamos dentro de los mismos de duchas, lavabos y algún aseo. También había televisión, un par de mesas y unos sillones para sentarse a leer o descansar.
Como la mayoría de los soldados eran lanzaroteños, o conejeros como se les conoce localmente, tenían permiso para pernoctar en sus domicilios. Éramos menos de la mitad del batallón, los peninsulares y canarios de otras islas, los que dormíamos en el cuartel y eso facilitaba mucho la convivencia.
Cerca de él había una pequeña barriada con casas de planta baja las cuales, en su mayoría, pertenecían al ejército y daban cobijo a los militares profesionales y a sus familias.
Seguía sin encontrarle ningún aliciente a la vida militar, sobre todo teniendo en cuenta que, nada más llegar a Lanzarote, me destinaron a los talleres. Allí debía trabajar en mi oficio, por aquel entonces de carpintero; igual que en la vida civil pero sin cobrar. A pesar de ello me adapté pronto a aquel entorno y me dispuse a dejar pasar el tiempo de la mejor manera posible.
Como mis recursos económicos eran bastante limitados, salía poco de paseo. Arrecife era una ciudad pequeña, muy tranquila y con pocos alicientes. Tenía algunos rincones, no exentos de belleza por los que me gustaba pasear pero que a fuerza de repetitivos perdían su encanto.





El Castillo de San Gabriel, una pequeña fortificación emplazada en un islote frente a la ciudad y unido a ésta por un puente, es un recuerdo que me acompañará siempre:

“Una noche de fiesta; la música, las luces del paseo iluminando las aguas del mar, el castillo reflejándose en ellas y… una mujer; bella, sonriente, de ojos negros, profundos; mirada cautivadora que te seduce. Bailas, sin oír la orquesta, pero sin querer que esa canción termine, solo sabes que la tienes en tus brazos y, mientras la miras…te olvidas de cualquier cosa que no sea ella”.
Escenas guardadas dentro del corazón.

Todo cambiaría cuando conocí a Manuel y su familia. Se trataba de un peninsular que como yo, pero veinticinco años antes, había sido “premiado” por el ejército con el mismo destino. Coincidía que era pariente de unos vecinos míos, en Mataró, y estos me pusieron en contacto con él.Otra vez el paisaje de las emociones. Los paisajes, acompañados de sentimientos, adquieren otras tonalidades. Eso es lo que me sucedió a mí a partir de ese momento. Andar por el paseo marítimo se había convertido en algo rutinario y sin atractivo hasta que empecé a pasear por él, con Mari y Juli, las hijas de Manuel. Con ellas aprendí a querer a su tierra hasta hacerla, también, un poco mía.
Manuel, Juliana ¡que gran mujer! y sus hijas me acogieron con un cariño inusual y yo hice de ellos mi familia canaria. Hasta entonces, me había sentido prisionero de las islas y mis circunstancias pero este encuentro fue como una liberación.
Con Mari y Juli recorrí Lanzarote y disfruté de toda su belleza. Seguramente la isla actual se parece poco a la que yo conocí pero, por lo que sé, los cambios no solo no la han  estropeado sino que han aumentado su atractivo. Cesar Manrique, posiblemente su hijo más ilustre, se encargó de ello.
 

Me impactó, por lo singular del terreno, mi primera visita al Parque Nacional de Timanfaya. Encontré interesantes las demostraciones que se hacen a los turistas de cómo la actividad volcánica sigue presente. Ver como el agua se vaporiza en segundos o como se encienden los matojos, con el calor que emana la tierra, estuvo bien. Pero nada me caló tanto como tener la sensación de que en aquel mar de lava, por primera vez en mi vida, podía escuchar el silencio.


Conforme iba conociéndola me sentía más apegado a la isla:
El Golfo con su laguna de color esmeralda me pareció un
lugar hermoso lleno de calma.
Los Hervideros; esas caprichosas formas adoptadas por la lava en su contacto con el mar semejan un fantástico órgano en el que el agua, penetrando con fuerza por el entramado laberinto, desgrana las notas de una extraña sinfonía.
 

Las Salinas del Janubio, siempre me parecieron un grandioso puzzle que me habría gustado inventar.
El Valle de Haría, con el contraste de la tierra negra y su
hermosa vegetación, cautiva a quien llega a él por primera
vez; es un bellísimo oasis en medio de un desierto de lava.


Playa Blanca era, cuando yo la conocí, una pequeña población de pescadores en la que se podía comer disfrutando de una tranquila contemplación del mar. Muy cerca, la costa del Papagayo, guardaba tranquilas y solitarias calas en las que ya, en aquellos años, se practicaba el nudismo.

Estos paisajes naturales y otros en los que la mano del hombre ha intervenido, creo que de de forma acertada, como:

La Geria (en la foto anterior), Los Jameos del Agua, La Cueva de los Verdes o El Mirador del Río, son recuerdos imborrables que me traje de Lanzarote, mi tierra canaria.
Pero, sin duda alguna, las imagenes más importantes, las  que me acompañarán siempre son las de un humilde hogar de Arrecife en el que, con Juliana, Manuel, Mari y Juli, pasé momentos inolvidables. Él y ellas me acogieron, brindándome su cariño y haciendome sentir como uno más de la familia.

Otra de las islas que visité aunque, por la brevedad de mi estancia en ella, no me marcó como si lo hicieron Tenerife y Lanzarote, fue Gran Canaria. Estuve en ella en tres ocasiones, siempre en transito de un barco a otro y con pocas horas de por medio.
Las Palmas me pareció una gran ciudad, moderna y con mucho ambiente. A diferencia de las otras islas contaba con una gran variedad de oferta de ocio. Cines, discotecas, incluso algún teatro competían en distraer a turistas y nativos.
Conocí algunos lugares de referencia de la ciudad como:
La playa de las Canteras; un inmenso arenal donde gozar de los placeres del mar y el sol, que me recordó mucho a las largas playas del Maresme.
Supongo que nadie podía imaginar entonces, viendo a los africanos que ofrecían sus artesanales tallas de madera en el paseo contiguo a la playa, que éstos serían la avanzadilla de los miles que irían llegando después a bordo de las pateras.
El Parque o Plaza de Santa Catalina era, creo que aun lo es, otro de los lugares emblemáticos. Allí se concentraba, dicho con todos mis respetos, la más variada fauna humana que yo había contemplado hasta entonces. Fiarse de lo que uno veía, a primera vista, era apuntarse a la más mayúscula de las sorpresas.
 

Me gustó lo que pude ver del barrio de La Vegueta, con su aire colonial por una parte y la típica arquitectura canaria por otra. Será una de las visitas obligadas, si vuelvo por el archipiélago, pues no tuve tiempo suficiente para disfrutar de todo su encanto.
 
Solo un paisaje emocional, en Gran Canaria. Una pequeña taberna, cercana al estadio de fútbol, a la que fuimos a parar Paco, un cabo de Ciudad Real, y yo.
Habíamos llegado a Gran Canaria, procedentes de Tenerife donde hice y aprobé el examen para ascender a Cabo Primero (hasta ahí llegaría mi carrera militar). Para poder hacer algo de turismo, renunciamos a ir a comer a un cuartel de Las Palmas y pasamos el día con un bocadillo y una pieza de fruta que nos dieron al embarcar.
Un compañero canario nos pidió que pasásemos por su casa a recogerle algo que le enviaba su madre. La buena señora nos entregó un paquete para su hijo y 100 pesetas (la moneda de curso legal entonces).
Hacía días que, Paco y yo, estábamos en bancarrota por lo que pensamos que aquel dinero podía servir, en ese momento, para apaciguar los quejidos de nuestros estómagos. No daba para mucho pero decidimos entrar en la taberna y comer algo.
El tabernero, una persona rebosante de amabilidad, nos preguntó que queríamos tomar. Nos sinceramos con él diciéndole que nuestras posibilidades económicas eran escasas. El hombre nos dijo que pidiésemos lo que nos apeteciese y ya hablaríamos después. Pedimos sama, un pescado riquísimo muy popular en las islas, y papas arrugas con mojo picón.
Supongo que más que comer devorábamos porque antes de terminar la primera bandeja ya teníamos en la mesa más comida y vino.
Cuando terminamos de cenar y pedimos la cuenta (muy preocupados por cierto), el tabernero nos pregunto de que dinero disponíamos. Le dijimos que 100 pesetas y él nos contestó sonriendo:
- “Bueno, pues aún tenéis suerte, esto solo van a ser 80 pesetas”.
Aquel buen hombre, sabía de sobras lo dura que puede ser la vida de los soldados y no solo no nos cobró lo que realmente valía la cena sino que, además, nos dejó  pesetas en el bolsillo por si las necesitábamos para otra cosa.
Como veis una humilde taberna puede ser, a veces, el mejor de los paisajes.
Quiero añadir que, en cuanto Paco y yo pudimos, reintegramos las 100 pesetas a su dueño, al que pedimos disculpas por haber usado su dinero sin consentimiento previo.
Paisajes y penurias de mi estancia en el ejército. Una institución que respeto tal como esta establecida en la actualidad. Con personal profesional que realmente se dedican a ser soldados, tanto en la defensa de las causas que lo necesitan, como realizando labores humanitarias en todo el mundo.
No se parece en nada, este ejército, a aquel que muchos españoles y yo padecimos en su momento. En él, había más vejaciones que respeto y en aras del servicio a la patria  te robaban, en el mejor de los casos, dieciséis meses de tu vida.

martes, 14 de agosto de 2012

LIBRO DE VIAJE POR LOS RECUERDOS 6ª ENTREGA DE MIS PAISAJES



Hasta ahora, los paisajes recorridos han sido un viaje por mi infancia y adolescencia. A continuación, dando un pequeño salto en el tiempo, me situaré en el umbral de mis 22 años y en las Islas Canarias:

No fue mi encuentro con aquellas lejanas islas algo que me ilusionase demasiado. Aunque ahora, con el auge del turismo, es un destino frecuente entonces no lo era tanto y además mi viaje no fue, precisamente, de placer.
Quiso el azar que, para cumplir el servicio militar, me destinasen al archipiélago. Como esas obligaciones no se podían rechazar, salvo que uno quisiera ir a la cárcel, un viernes santo, junto a otros cien reclutas, embarqué en el puerto de Barcelona con rumbo a Tenerife.
Los dos primeros días de la travesía fueron buenos por lo que, preferentemente, pasábamos el tiempo en la cubierta del barco. Paseando, o sentados en la zona de la piscina, vacía de agua porque era el mes de marzo y el clima no aconsejaba el baño, íbamos conociéndonos y entablando las primeras amistades de ese tiempo que debíamos pasar en el ejército.
El tercer y último día de viaje se levantó un fuerte oleaje que hizo que la embarcación se moviese más de lo que, la mayoría del pasaje y algunos miembros de la tripulación, habríamos deseado. En poco rato todos andábamos mareados y echando por la borda todo lo que teníamos en el estómago.

Puerto de Santa Cruz de Tenerife
Avistar la costa de Tenerife supuso un respiro y algo de perplejidad. Cualquier referencia que tenia, de las también llamadas Islas Afortunadas, destacaba su clima tropical, la belleza de sus playas, la
exhuberancia de su flora, pero lo que se ofrecía a nuestra vista eran unas montañas, negras y huérfanas de vegetación.
Poco importaba que el paisaje no se pareciese en nada al que casi todos habíamos imaginado. Mi única prioridad, y supongo que la de mis compañeros de fatigas, pasaba por bajar de aquel barco y estar de nuevo en tierra firme.
También en lo de la tierra firme me equivoqué. A pesar haber desembarcado el suelo parecía seguir moviéndose y el mareo de estómago persistía. Esta sensación duró varios días y se acrecentaba cuando entrábamos en los comedores del campamento. Entonces lo que semejaba tener vida eran las mesas y las paredes.

Campamento de Instrucción de Reclutas de Hoya Fría
Hoya Fría, quizás por lo inhóspito, se llamaba el lugar donde debíamos “superar” el periodo de instrucción para convertirnos en soldados. Estas instalaciones estaban situadas en un promontorio a las afueras de Santa Cruz de Tenerife, la capital de la isla. 
La distancia entre la ciudad y el campamento, si no recuerdo mal, era de unos dos kilómetros y medio y se llegaba hasta él por la carretera de La Laguna, preciosa población a la que me referiré más adelante.
En aquel recinto militar convivíamos más de dos mil personas repartidas en austeros barracones. La mayoría de ellos estaban destinados a dormitorios y, otros, a servicios como: centro sanitario, cocinas, comedores y aulas.
Las duchas y las letrinas, quien sabe si por aquello de que en Canarias llueve poco, estaban al aire libre y eran de lo más rudimentario. Consistían, las primeras, en un entramado de tubos con agujeros que hacían imposible salir de allí sin mojarse, lo cual no dejaba de tener su mérito pues, entre el personal, había algunos realmente alérgicos al agua.
Una zanja por la cual corría el agua era el lugar dispuesto para hacer las necesidades fisiológicas. La cosa no era fácil, ya que además de aguantar el equilibrio tenías que estar vigilante para que no te quitasen la gorra. Si esto sucedía la posición no era la más adecuada para salir corriendo y, esta
prenda, era tan imprescindible para un soldado que se permitía formar desnudo siempre que se llevase tapada la cabeza. Curiosidades de las ordenanzas militares.
Una gran explanada, en medio de los barracones, servía para que el personal formase, hiciese instrucción, o pasease en las horas de asueto. Los sábados se hacía en ella la misa a la que todo el personal estaba obligado a asistir.
Un edificio, con muchas más comodidades que las de la tropa, estaba destinado a Residencia de Oficiales. En él, atendidos por soldados de reemplazo, los militares profesionales que no disponían de otro domicilio disfrutaban de todos los servicios de un hotel.
El centro de reunión para los soldados, una vez acabadas las obligaciones del día, era la cantina, también llamada Hogar del Soldado. Como la calidad de la comida que servían en el comedor era escasa, cuando los recursos económicos lo permitían, nos juntábamos el grupo de catalanes, once, del mismo reemplazo y tomando algún tentempié charlábamos y mitigábamos nuestra añoranza.
Aprovechando que, en el ejército gracias a los soldados, se disponía de mano de obra barata se habían construido unas magnificas piscinas de las que disfrutábamos, sobre todo, los fines de semana.
En ese entorno discurrieron los primeros veinte días de vida militar que, por lo menos en mi caso, sirvieron para que descubriese como, en nombre de la patria, se podían vejar y pisotear los derechos de las personas de la forma más impune. El insulto y el menosprecio eran frecuentes en el lenguaje de muchos militares profesionales. Pero lo peor era ver como soldados que, al igual que el resto de los que estábamos allí habían dejado casa y familia, obligados a cumplir con aquella pantomima, se contagiaban y hacían la vida imposible a los llegados en reemplazos posteriores.
Santa Cruz de Tenerife tampoco fue, por lo menos en la primera visita, lo más parecido a la imagen turística que se tiene de las islas. Era una ciudad pequeña con el trasiego propio de una ciudad portuaria. De la Plaza de España, situada en el puerto, partían en forma radial las principales calles. El mayor atractivo, en mi opinión, era el Parque Municipal, en el que una gran arboleda de las más diversas especies, invitaba al paseo y la relajación.

Parque Municipal de Santa cruz de Tenerife
Para disfrutar de la playa había que desplazarse hasta la de Las Teresitas a unos ocho kilómetros. Era el primer sitio que vimos que se ajustaba un poco al reclamo turístico aunque fuese de forma artificial.
Para conseguir un entorno que recordase a los países caribeños, la tierra, de origen volcánico tradicionalmente negra, se había cubierto con un manto de fina y dorada arena traida desde el desierto del Sahara y también se habían plantado algunas palmeras.



Playa de Las Teresitas
Tengo que agradecer que Santa Cruz dispusiese, ya en aquellos tiempos, de un hospital con garantías. Una apendicitis con perforación incluida fue el motivo de que me tuviesen que intervenir con urgencia. Aunque podía haber prolongado más mi estancia en él procuré que mi paso, por el Hospital Militar, se alargase lo menos posible. A los catorce días pedí al capitán Castaños, cirujano y una excelente persona (Rara Avis en aquel entorno), que me diese el alta para volver de nuevo a Hoya Fría.
La hospitalización fue una experiencia negativa, no solo por la enfermedad, sino porque pude comprobar que aun en un trance como ese no dejaban de recordarte que aquello era el ejército y que antes que un enfermo eras un soldado.
También hubo una parte positiva y cuando abandoné el hospital lo hice convencido de que, si había superado aquello, ni los militares ni sus entupidas ordenanzas iban a poder conmigo.
 
No quiero que estas páginas, dedicadas a mi estancia en Tenerife, dejen en quien las lea una idea equivocada sobre esta isla. Pude comprobar, de forma breve pero suficiente para que siempre haya guardado un buen recuerdo de ellos, que al margen de esos paisajes en los que se desarrolló mi vida en el ejército, había otros que si se ajustaban a la fama que les precedían:
San Cristóbal de La Laguna, embrión de la Universidad Canaria era, sin duda seguirá siendo, una ciudad llena de encanto. Tiene una pequeña Catedral y una ermita donde se venera el Cristo de La Laguna amén de otras iglesias que complementan su patrimonio religioso.
Sus edificios coloniales le dan un aire señorial y su tranquilidad solo se veía alterada por el ir y venir de los estudiantes y los militares que salíamos a pasear en las horas de permiso. Me gustaba recorrer aquellas calles arboladas de La Laguna aunque, con ello, sintiese una terrible añoranza de las tardes otoñales de Mataró.
Una excursión por la isla me descubrió su verdadera belleza:

La Oratava

Las inmensas plantaciones de plátanos en el Valle de La Orotava y ésa bella ciudad, celebrando el Corpus, adornada con alfombras, hechas con tierras del Teide, artísticamente decoradas con preciosos dibujos.
Rincones como las Cañadas del Teide, con ese colosal volcán dominando la isla.
Icod de los Vinos y su Drago milenario.
El Puerto de la Cruz, que apuntaba ya como el gran centro turístico que es hoy día.
Vistos desde el autobús, me sorprendían aquellos pequeños pueblos blancos que parecían despeñarse laderas abajo, como si quisieran sumergirse en las azules aguas del océano.
Paisajes, todos ellos hermosos y agradables, para contrarrestar la amargura de algunos de los peores paisajes de mi vida, los de mi estancia en el ejército.

viernes, 10 de agosto de 2012

FOTOS DE GALICIA CALA DE ARMENTEIRO EN LA RÍA DE BETANZOS



En el idílico marco de la Ría de Betanzos, en Galicia, conviven embarcaciones de todo tipo y veraneantes que han elegido este lugar para combatir los rigores del verano. Diseminadas por la ría están las mejilloneras, en ellas se cría este sabroso molusco con denominación de origen conocido como Mejillón de Lorbé. 
El agua es muy fría pero, aun así, el maravilloso paisaje invita a zambullirse en ella. 
Quiero compartir con todos los que me seguís en el Blog las imagenes  de este bello lugar que yo puedo contemplar cada día, desde mi estudio, mientras escribo.























domingo, 5 de agosto de 2012

FOTOS - ESCENAS DE GALICIA

La última vaca de Carnoedo (A Coruña)

Calabaza en el huerto de Antonio Arevalo en Carnoedo (A Coruña)

Costa de Mera saliendo hacia Dexo

Furnas en Dexo
Illa de A Marola. Son tan fuertes las corrientes a su alrededor que han originado un refrán que dice "Quien pasó A Marola pasó A Mar toda"


Puente de piedra sobre la ría en Puentedeume

Imagen de la Quesera en Puentedeume

Mera

Mera, monumento a la Xente do Mar

Lagoa de Mera

Roca en Dexo que semeja un león avistando la Torre de Hércules en A Coruña

miércoles, 25 de julio de 2012

LIBRO DE VIAJE POR LOS RECUERDOS 5ª ENTREGA DE MIS PAISAJES


Locomotora de Vapor
He descrito hasta ahora los recuerdos, hechos paisajes, de mi ciudad y de mi infancia, aunque en lo que se refiere a ésta última no todos los paisajes corresponden a Mataró. Parte de ellos, los que me generan más emociones, pertenecen a la tierra de mis mayores en la provincia de Murcia.
A mí, que he adoptado rápidamente como mío cualquiera de los lugares en el que me ha tocado vivir, me ha resultado siempre penoso ver como la gente para poder subsistir no ha  tenido más salida que la emigración. Ese es el camino que tomaron mis padres, el cual solo desandaban en época de vacaciones. Atrás quedaban todos los seres queridos con los que el reencuentro, por lo breve del mismo, se veía empañado siempre por la tristeza.

Hasta donde alcanzan mis recuerdos, finales de agosto fue siempre sinónimo de viaje. En esas fechas nos desplazábamos toda la familia
hasta Cehegín, el pueblo natal de mis padres. Los primeros viajes que recuerdo podían calificarse de épicos. Recorrer una distancia de 700 Km. nos llevaba, en el mejor de los casos, un día completo y varios trasbordos. El tren, siempre el tren, era el medio de transporte
utilizado aunque no el único.
También formaban parte de esa aventura alguna tartana – carreta tirada por caballos, habilitada para el transporte de personas y equipajes- y en alguna ocasión una burra que tenía mi abuelo.
Como recuerdo de estos viajes, quedaron grabados en mi mente paisajes que hoy ya no existen. Pueblos, ciudades y cosas siguen estando ahí pero totalmente cambiados. La vieja estación de Barcelona Término, más conocida como Estación de Francia, mantiene su apariencia exterior pero el interior ha sido completamente remozado. Las humeantes locomotoras de vapor, de mi niñez, fueron sustituidas por otras de tracción eléctrica o diesel. Aprovechando la mayor potencia y velocidad de éstas se podía transportar más carga y reducir los tiempos de viaje, además de hacer innecesarios los continuos cambios de máquina.
El progreso, no sé si siempre pero sí en mi caso, genera con él una cierta nostalgia. Junto al humo de los trenes fueron desapareciendo una serie de estampas que le eran comunes.
Así aquellas peleas, que se organizaban en la Estación de Francia para ganar un sitio en el tren daban paso, una vez iniciado el viaje, a una armonía entre los viajeros que les llevaba a compartir sus historias personales y las viandas que todos llevaban en sus cestas de mimbre.
Las prolongadas paradas de los trenes en las estaciones daban vida todo tipo de vendedores. Estos se ganaban un sueldo ofreciendo múltiples productos a los viajeros:
Aguadores que, previo pago del precio estipulado, ofrecían sus botijos para mitigar la sed. Otros, con sus carritos de helados perseguían el mismo fin y, si lo que había que combatir el era el frío o el hambre, también se podía obtener una copa de coñac o aguardiente, cervezas, refrescos y el pertinente bocadillo.
Recuerdo una barra de bar en el andén de Valencia donde un camarero, al que vimos en varios viajes, repartía cerveza y horchata con una celeridad inusitada.
En Albacete, los vendedores de navajas, el producto más típico y famoso de la ciudad, ocupaban trenes y andenes para vender su mercancía.
En cada parada, más o menos importante del recorrido, este mercadillo se repetía.
Tartana
Y cuando llegábamos a Murcia ¡la Tartana!: Esta ciudad tuvo durante mucho tiempo dos estaciones de viajeros: Murcia del Carmen, la actual y de mayor importancia, y Murcia Zaraiche, cabecera de la línea que unía la capital de la provincia con Caravaca de la Cruz. Para ir de la una a la otra -los vehículos a motor aun no eran dominantes - nos servíamos de uno de estos carruajes de caballos que, para mi, eran una novedad ya que en Mataró nos los había.
Me encantaba viajar en esas tartanas, como si fuese un colono del oeste, y contarlo después a los compañeros en el colegio, pues la mayoría de ellos sólo las habían visto en las películas.
Poco se parece el Cehegín de hoy al de mi infancia. Sin duda ha mejorado mucho y desde hace tiempo los jóvenes no tienen la necesidad imperativa de emigrar. La industria conservera, las canteras de mármol, el comercio y otras empresas, han creado puestos de trabajo y la población se ha modernizado. También un hotel y una red de apartamentos y alojamientos rurales son un reclamo para el turismo de interior.
Un apreciable patrimonio cultural se ofrece al visitante que llega hoy a Cehegín. En su parte más antigua, bonitas iglesias y casas de antiguos nobles, con sus fachadas blasonadas, invitan a un relajante paseo aderezado con la ausencia de los ruidos, propios de grandes ciudades.
Para calmar el hambre y la sed, disfrutando de la mejor cocina huertana, no exenta de toques de modernidad, nada mejor que dirigirnos al Restaurante Bar Sol situado en lacalle Mayor. El buen hacer de Paco y Mari, que regentan el establecimiento, harán disfrutar a cualquiera que se acerque al mismo de una excelente jornada gastronómica.
Todo esto es bueno para los cehegíneros pero, espero que me perdonen si, yo, sigo añorando aquel otro Cehegín:

Panoramica de Cehegín



Calles de polvo y tierra (vuelvo a rememorar a Serrat), por estas si pasó la guerra y tardó mucho el olvido. Olvido que habría evitado rencillas entre paisanos que castigaron a todos y beneficiaron a muy pocos.

Monumento al Nazareno
Cehegín viejo, con callejuelas empedradas  que se retuercen y empinan: desde la Gran Vía, desde el río, desde la Cuesta del Parador y desde el Mercado de Abastos, hasta converger en la plaza de la Constitución. Allí se encuentran la Iglesia Santa María Magdalena, el Museo Arqueológico, el Hotel y el monumento al Nazareno.
Un mirador situado en la misma plaza nos brinda un paisaje de los más añorados y también modificado de ese pueblo que tanto quiero. Me gustaba mirar desde allí la huerta que se extendía a los pies del pueblo, con sus árboles dispuestos en perfecta formación, como si de un momento a otro fuesen a iniciar un desfile. Con el sol, las acequias de regadío de los bancales, semejaban pequeñas cintas de plata que los envolvían.
Un poco más abajo de este mirador, desde una de las ventanas traseras de la casa de mi Tía Juana, la vista era similar pero al paisaje descrito se añadía un mar de tejas escalonadas, salpicado de chimeneas, que lo hacían aun más interesante.
La Gran Vía es en la actualidad el eje que divide la población. Desde ella hasta el Convento, actualmente más allá, se fue edificando el nuevo Cehegín. En esa parte, que llaman El Barrio, vivieron siempre mis familiares por parte de padre y los de mi madre en la parte antigua. Podría parecer que esa Avenida fuese  también una frontera entre ambas familias. 
Convento
El Convento, más concretamente su iglesia, cobija la imagen de la Virgen de las Maravillas, patrona del pueblo. La casa de una de las hermanas de mi padre está situada a poca distancia del mismo. Desde ella, como si las tuviésemos encima, oíamos las campanas dando la hora o anunciando los oficios religiosos. 

A mi lo que realmente me gustaba era estar en el campo, con mis abuelos y unos tíos que vivían en un paraje llamado La Media Legua, situado entre Cehegín y Caravaca de la Cruz.


Media Legua
Mis abuelos, Matías y Juana, eran las personas más entrañables que he conocido. Con ellos descubrí el más hermoso de los paisajes, el del amor. Eran pobres, tan pobres que desconocían su pobreza pero… había tanto cariño en ellos que no necesitaban más riqueza.

Casa de La Media Legua en la que vivieron mis abuelos,  mi madre y sus hermanos.
 Vivían en una casa humilde con paredes de adobe y argamasa. El mobiliario era exiguo, tan sólo lo necesario; una mesa para comer, sillas con el asiento de anea, camas con colchones hechos con la perfolla del maíz (siempre aparecía algún carozo que se te clavaba en el costillar), una alacena para guardar los alimentos, una vajilla escasa, un baúl y un armario ropero.
En la vivienda habitaban personas y animales. Tenía una única entrada que daba acceso a una sala que hacía las veces de cocina y comedor, en la cual había una chimenea bajo la cual se cocinaba y alrededor de ella se sentaba la familia para conversar y combatir el frio invernal . A la derecha estaban los dos dormitorios y en la parte de atrás la cuadra para la burra y la cochinera para el cerdo. También había un altillo en el que se almacenaba la fruta, se secaba el maíz y se oreaban los embutidos procedentes de la matanza.

En el exterior, frente a la casa, había una gran higuera y  a continuación bancales de melocotoneros, albaricoqueros y perales. En la parte trasera, pegada a la pared, una acequia proporcionaba el agua necesaria para regar la tierra, hacer la colada y asearse. Como nuestras visitas eran siempre en verano, a mi me gustaba meterme directamente en la acequia y bañarme en ella.
Junto a la acequia estaba el camino, a continuación una finca, siempre sembrada de maíz, y después la vía del tren. Aquel tren, que yo veía pasar con cierta congoja, pues sabía que en pocos días me subiría a él para volver de nuevo a Mataró.
Aquella casa y las fincas que la rodeaban eran de uno de los terratenientes del pueblo, conocidos por todos como los Señoritos. Mi abuelo, a cambio de casa y una pequeña parte de la cosecha, cultivaba las tierras y los árboles frutales del Señorito. Después de que, mi abuelo y el menor de mis tíos, hubiesen regado la tierra con su sudor, llegado el tiempo de recoger los frutos de tanto esfuerzo, era aquel ricachón quien se llevaba prácticamente todo el beneficio.

Caravaca de la Cruz, es otra población muy ligada a aquellas visitas de vacaciones a la provincia de Murcia. Tenía más vida comercial que Cehegín y acostumbraba a ir a ella acompañando a Agueda, la mujer de mi otro tío. Íbamos con la burra (para mí era toda una aventura) a buscar pienso para los animales y otras cosas necesarias para la casa.

Castillo Santuario de Caravaca de la Cruz
Esta ciudad es famosa por las fiestas que en ella se celebran en honor de la Santa Cruz, la cual se venera en el Castillo Santuario de la misma. En estas fiestas, declaradas de Interés Turístico Nacional, se rememoran las luchas de moros y cristianos. Muchos caravaqueños, ataviados con lujosasvestimentas, reviven aquellos días en que unos y otros peleaban por el control del castillo y de la Sagrada Reliquia.
Se suceden multitud de actos a cada cual más vistosos pero, sin ninguna duda, las estrellas, quienes despiertan mayor admiración, son los llamados caballos del vino. 

Caballo del Vino
Los equinos, vestidos  de suntuosas galas, enriquecidas con maravillosos bordados, pasean altaneros por la villa y compiten en una desenfrenada carrera subiendo la cuesta del castillo.
En la fuente de La Glorieta, o Bañadero, donde se sumerge la Santísima Cruz, Los Reyes, Moro y Cristiano, se enzarzan en una batalla dialéctica recitando un magnifico parlamento.
Dispone Caravaca de la Cruz, por si sus fiestas no fuesen ya suficiente reclamo, de un rico patrimonio cultural y artístico que bien vale la pena visitar. Espacios naturales de singular belleza, como Las Fuentes del Marqués
complementan el atractivo de esta villa.
Fuentes del Marqués
He hablado, en este recorrido por mis paisajes murcianos, de Cehegín y Caravaca de la Cruz porque, como decía en el prólogo, no trato de hacer una guía turística sino más bien un viaje por las emociones. Pero tampoco quiero acabar mis referencias a esta tierra sin hacer una invitación, a quien me lea, para que se anime a conocer todos sus maravillosos rincones:

Catedral de Murcia
Murcia capital; una ciudad que me encanta. Ha sabido modernizarse conservando el aire campechano de pueblo donde la gente aun se conoce y saluda en lugar de huir unos de otros. Pasear por la Trapería, disfrutar de su rica gastronomía y visitar monumentos, como su Catedral, son todo un placer para los sentidos.
Espacios naturales como la Sierra de Espuña o el Valle del Ricote harán las delicias de aquellos que gustan de la montaña y el paisaje de interior.
Famosos, por la bondad de sus aguas, son los balnearios de Árchena, Fortuna y a un nivel más asequible y popular los Baños de Mula. A ellos acuden multitud de visitantes tratando de aliviar las más variadas dolencias o, simplemente, buscando pasar unos días de descanso y relax.
Para los amantes de las playas y el sol, su litoral, con localidades como Águilas y Mazarrón tiene una variada oferta de ocio. La Manga del Mar Menor es, desde hace muchísimos años, un centro turístico de primer orden. Recuerdo que, en mi primer viaje a esa zona, me sorprendió la pequeña bahía de Portmán, un lugar antaño lleno de belleza y ahora contaminado por los residuos vertidos en él, procedentes de las minas de la Unión. La tranquilidad que  ese entorno podría transmitir se rompe con el  negror enfermizo que presenta la playa y terrenos adyacentes.
Para los buenos aficionados al cante hondo, la localidad minera de La Unión celebra cada año uno de los festivales mas importantes del país, dedicado a este genero.
Este recorrido por el antiguo Reino de Murcia quedaría cojo si no hablase de Cartagena. La ciudad departamental compite en protagonismo con la capital. En ella está la sede del Parlamento Autonómico y ha sido relevante, desde siempre, su papel como plaza militar. En su Cuartel de Instrucción se han formado, durante años, los reemplazos de marineros que después servían en los barcos de guerra de la Armada.
Pero Cartagena es algo más que una ciudad a la que los militares dan vida y colorido. Es una urbe moderna que se exhibe, ufana de los vestigios de su historia, y mantiene un papel preponderante en el devenir de la región. He estado, en ella, en varias ocasiones y guardo muy buenos recuerdos
de esas visitas.

Submarino de isaac Peral. Foto bajada de Internet ( autor Manolo)