lunes, 24 de septiembre de 2012

LIBRO DE VIAJE POR LOS RECUERDOS 9ª ENTREGA DE MIS PAISAJES



Desde Barcelona a La Coruña habíamos empleado algo más de veintiséis horas de viaje. He de decir, no obstante, que cualquier penalidad derivada de las pocas comodidades que ofrecía el tren me parecía una nimiedad ante el júbilo de encontrarme allí. 

Estación de A Coruña
Bajamos del tren cansados por el largo viaje. En la estación nos esperaban mis cuñados para llevarnos hasta Carnoedo, la aldea donde vivía la familia de Elena. El recorrido, esta vez en coche por una estrecha carretera local, no hizo más que acrecentar mi admiración por aquella región que empezaba a descubrir.
Carnoedo es una aldea de unos 800 habitantes. Tiene un centro urbano donde se agrupan la mayoría de las casas y otros núcleos, menos poblados, con casas rodeadas de terreno dedicado a fines agrícolas.
La confirmación de que realmente, entre Galicia y yo, se iniciaba un idilio sin final vendría con la llegada a La Pedreira, la zona de Carnoedo donde nació mi esposa.

Iglesia de San Andrés de Carnoedo
Una imagen, dicen, vale más que mil palabras y eso es lo que sentí yo cuando, después de bajar por una pronunciada pendiente, puede
contemplar el maravilloso paisaje de la Ría de Betánzos.
A la derecha apareció una pequeña iglesia a la que hace grande y bella el entorno que la cobija.
Muy cerca de esta capilla, en la parte trasera, como suele ser habitual en los pueblos y aldeas gallegas, el cementerio y de fondo el mar, el mar y…la otra orilla. El éxtasis, ante la mezcla de luz, color y aromas, de que hablaba en páginas anteriores.  

Ría de Betanzos, al fondo la entrada de la Ría de Ares
La casa familiar donde vivía Consuelo, la tía soltera que había criado a Elena y su hermana Berta, cuando las dos niñas quedaron huérfanas, me recordó escenas de mi niñez en Cehegín.
Es una vivienda que tiene más de cien años y, aquella primera vez que estuve en ella, ofrecía pocas comodidades.
Disponía de luz eléctrica pero no de agua corriente. Un pozo artesano, hoy más ornamental que útil, proporcionaba el agua necesaria para la casa y para dar de beber a los animales. Como no había motor, la extracción del agua se hacía mediante una polea y un cubo. Aunque hubiese que utilizar la palangana para echarse el agua por encima, había cuarto de aseo, algo inusual en las casas de La Pedreira cuando el abuelo de Elena lo hizo. Tenía una pequeña bañera de asiento y un inodoro que desaguaban en el pozo negro situado en la huerta.

En la parte delantera de la casa estaban las cuadras; una vaca, y un cerdo eran sus ocupantes. En el patio trasero en unos cobertizos han estado, hasta hace muy poco, el gallinero y la cuadra de la burra. Un perro, pequeño y flaco, al que Consuelo prestaba poca atención era el último inquilino de aquella casa. Con Elena y conmigo empezó a comer como no lo había hecho nunca y no nos dejaba ni a sol ni asombra. En mi siguiente visita, este animal había desaparecido, sin que nunca llegásemos a enterarnos que había sido de él.
El suelo, alrededor de la vivienda, era de tierra y guijarros algo poco práctico pues, con lo que llueve por allí, suponía un peligro para personas y animales. Una parra rodeaba parte de la casa; según me cuentan alguna vez habían hecho vino con su uva pero, a cambio de ello, en las habitaciones situadas en el piso superior, entraban unas arañas de un tamaño nada corriente.


Con los años hemos ido reformando esa vivienda y hoy, por los cambios realizados tanto en el interior como en el exterior, se parece poco a la que fue ayer. Ha cambiado su aspecto y además es más práctica y confortable. Con las obras pudimos reformar el acceso desde la planta baja a la superior que se hacía por una infame escalera, la cual por su poca inclinación y la altura de sus peldaños producía vértigo con solo mirarla, no digamos ya la dificultad de subir y bajar sobre todo para niños y mayores.
Otra modificación importante fue la construcción de mi estudio, con una gran superficie acristalada con vistas a la Ría. En ese lugar paso muchos momentos escribiendo, leyendo o simplemente disfrutando del hermoso paisaje.
Me he extendido un poco en la descripción de esta casa porque es muy probable que, ése, sea el lugar en que pase mis últimos días. Los cambios, a los que la hemos sometido no han borrado los recuerdos acumulados en su larga vida. Eso  mantiene vivas las sensaciones que experimenté la primera vez que entré en ella. Sus ventanas están en el mismo lugar desde el que pude ver mi primer anochecer sobre la ría. Desde entonces, cuando estoy en Galicia, mantengo esa costumbre de echar una última mirada a las luces de la “otra banda” antes de acostarme.

Cala de Lourido
Lourido; es una pequeña cala a la que, hace años, solo acudían los vecinos de La Pedreira, algunos habitantes de la aldea y los pescadores que tenían allí ancladas sus barcas.
Con el tiempo y la curiosidad humana, que lleva a la gente a buscar los rincones más recónditos, este lugar recibe más visitas de foráneos que de residentes. Afortunadamente eso sucede en los tres meses de verano y después Lourido y el resto de calas: Armenteiro, Los Lobos, Arnela, etc. recuperan la calma que les es propia.
Lourido era, se puede afirmar que aun lo es, una cala de una belleza primitiva. Aguas nítidas y frías en las que se refleja, cuando el sol luce en todo su esplendor, el azul intenso del cielo; o las aguas se vuelven grises, del mismo color de las nubes, cuando el cielo está encapotado.
Si la marea está baja queda una playa de arena blanca y fina en la que tenderse a tomar el sol. Cuando sube la marea desaparece la playa y entonces hay que aposentarse en las rocas que sirven, también, de improvisados trampolines para zambullirse en el agua.
Los árboles llegan hasta el mar (lastima que en Lourido casi todos sean eucaliptos) y podemos disfrutar de la hermosura del paisaje que se divisa a la otra orilla de la ria. 




Miño y su playa grande, con un islote donde en un tiempo se incineró a los muertos; verdes campos sembrados de maíz y patatas; los montes cercanos a Pontedeume y la torre del castillo de los Andrade, dominando todo el paraje y sugiriendo una visita a las Fragas del Eume o al monasterio cisterciense de Caveiro; la entrada a la Ría de Pontedeume y a la Ría de Ares, Cabanas y un poco más lejos, sobresaliendo entre las ondulaciones del terreno, las grúas del puerto de la ciudad de Ferrol. Magnifico paisaje que me cautivó cuando lo conocí y al que sigo siendo fiel.

Sada, monumento a la emigración
Sada, que da nombre al Concello es el lugar donde está la  alcaldía. A su término municipal pertenecen Carnoedo, Osedo, el barrio de pescadores de Fontán, Mondego y otros pequeños núcleos urbanos que hacen grande al municipio y casi nunca recogen los mismos beneficios que la ciudad.
El Pazo de Meirás, en la aldea que le da nombre, también del Concello de Sada, fue durante la Dictadura el lugar donde veraneaba el entonces Jefe de Estado. Ni su condición de gallego, ni el ser durante una parte del año residente en aquella zona supuso ningún beneficio para la misma. Si se aprovecharían, de su afección a este personaje y a su Régimen, otras personas que, con el advenimiento de la democracia, optaron por la política. Eso les permitió participar de la especulación urbanística y amasar considerables fortunas. 
No puede decirse que Sada y su entorno no hayan mejorado desde mi primera visita. La también llamada Perla de las Mariñas, dispone de unas instalaciones portuarias de primer orden, dedicadas en su mayor parte a las embarcaciones de recreo.

Puerto de Fontán
Terrenos arrebatados al mar, se han equipado con jardines, zonas de ocio para pequeños y mayores y se ha construido un paseo marítimo por el que es una delicia caminar. Invita a ello el inigualable paisaje, naturaleza viva que mantiene su belleza desafiando el paso del tiempo, pero temerosa de lo que pueda hacer con ella la mano del hombre.
En el capitulo negativo, esa especulación urbanística de la que hablaba, que ha permitido construir un hotel en la entrada de la ciudad, limitando el acceso a la misma y al puerto, además de ser un serio peligro para la circulación de personas y vehículos.
Tampoco me parece muy afortunado el proyecto que permitió que una zona de humedales, en el sitio de Las Brañas, fuese desecada para construir un conjunto de bloques de viviendas.
Son cosas que solo tienen explicación vistas desde el bolsillo de unos cuantos políticos y empresarios con afán de riqueza. Sin ninguna duda hablando de paisajes, en este caso negativos, la corrupción y la falta de escrúpulos, son dos de los más representativos.

viernes, 14 de septiembre de 2012

FOTOS - PASEO POR LA COSTA DEL GOLFO ÁRTABRO




Quiero invitaros a un paseo por lugares de singular belleza en la costa del Golfo Artabro, al que se asoman las rías de: Betanzos, Pontedeume, Ares y Ferrol, esto por una orilla, mientras que por el lado contrario se puede ver: A Coruña, Santa Cruz, Mera, o, ya en la Ría de Betanzos, Dexo, Lorbe, Carnoedo y Sada.
En el caso de hoy, las fotos que incluyo corresponden a los Concellos de Ares y Ferrol y a las localidades de Redes, Ares, Chanteiro, Mugardos, Ferrol y Brion.
En Redes se ruedan los exteriores de una popular serie de la TV de Galicia llamada El Padre Casares, cosa que ha hecho famosa a esta pequeña villa marinera que en televisión adopta el nombre de San Antonio de Louredo.
Algunas de las fotos han sido tomadas desde lo alto del Monte Faro, en el lugar que ocupaba una antigua batería de costa llamada La Bailadora
Espero que estas imágenes, que yo tengo tan cercanas, gusten a todos aquellos que visitan mi Blog. 

Plaza de la villa en Redes

Casa tipica.

Redes

Redes

Redes

Redes

Redes

Redes (casa del alcalde en la serie de tv)

Redes

Redes

Redes (la casa azul pasa por ser la sede del Concello de San Antonio de louredo en la serie de tv)

Redes Puerto

Redes

Redes

Ares, paseo marítimo.
Ares, parque

Ares, puerto

Ares, Centro Social

Castillo de San Felipe, en Brión

Castillos de San Felipe y de La Palma qu guardaban la entrada de ría de Ferrol.

Ciudad de Ferrol, al fondpo de la ría.

Castillo de La Palma en Mugardos


Barco mercante abandonado la Ría de Ferrol

Ría de Ferrol desde la antigua batería de Costa de La Bailadora

Ría de Ferrol

El mismo barco de antes saliendo de la ría.

Ermita de La Virgén de las Mercedes en Chanteiro.

Virgen de Las Mercedes

Mugardos

Puerto de Mugardos

Paseo marítimo de Mugardos

Yo he definido alguna vez a Galicia como una mezcla de olores y aromas, estas fotografías quizás os hagan llegar de alguna manera esas sensaciones.

lunes, 10 de septiembre de 2012

LIBRO DE VIAJE POR LOS RECUERDOS 8ª ENTREGA DE MIS PAISAJES




VIAJE


Playa de Santa Cristina
Galicia; te seduce como una mujer y ya no puedes vivir sin ella.
 
Una foto, en un libro escolar de geografía donde se veía la imagen de una ría gallega, se quedó grabada en mi mente como si fuese una premonición de que, algún día, ese sería mi paisaje preferido.
 
Me enamoré de Galicia en mi primer viaje. Un viaje que se podría calificar de infernal si yo no fuese un avezado usuario del tren.
Salimos de la estación de Francia a las 11,00 de la mañana y debíamos de llegar a La Coruña al día siguiente a las 12,25 horas, en total más de un día de viaje que, como era habitual, se alargó en algo más de una hora.
Era un tiempo en que la puntualidad no importaba demasiado. RENFE no asumía compromisos de ese tipo y los viajeros estaban tan acostumbrados a los retrasos que llegar a la hora era algo tan casual como insospechado. Muy lejos estaba el ferrocarril del estado y servicios que presta en la actualidad.
Ya no remolcaba el tren una locomotora de vapor pero como la vía no estaba electrificada en todo el recorrido, tampoco lo esta actualmente, aún se hacían necesarios los cambios de maquina, eléctrica a diesel, en algunos trayectos.
No disponía el tren, en aquel primer viaje, de coches de literas ni camas. Tampoco importaba demasiado en nuestro caso (hablo de Elena, mi esposa, y de mi) porque nuestras posibilidades económicas
, entonces, no eran muchas. Así que nos acomodamos, es un decir, en uno de los coches de 2ª Clase con el ánimo de que aquella experiencia fuese lo más liviana posible.
He podido comprobar, a lo largo de mis viajes, que los paisajes que se ven desde el tren van cambiando de una forma invariable. Las nuevas infraestructuras, el paso del tiempo que provoca cambios en la naturaleza y hasta los diferentes tipos de tren invitan a ver las cosas de otra manera.
El recorrido hasta San Vicente de Calders me era muy familiar pues en mis viajes a Cehegín había pasado por allí en infinidad de ocasiones. En esta  estación  el tren de La Coruña, conocido popularmente como “Gallego” o “Shangai”, se desviaba hacía Lérida y Zaragoza para seguir hasta su destino.

Entre la costa de Garraf y Sitges, las ventanillas del lado mar disfrutaban de ocupación completa. Los curiosos, en su mayoría hombres, se afanaban en observar como, en las recónditas calas, los bañistas totalmente desnudos disfrutaban del mar.
Eso levantaba los más diversos comentarios, sin que dejasen por ello, de seguir prestando la debida atención al espectáculo. Eran tiempos de una tenue apertura política y aquellas playas nudistas daban fe de ello.
A partir de San Vicente de Calders el terreno era toda una novedad para mí. Pinos, olivares, almendros y avellaneros adornaban el paisaje. La primera parada que tenía el tren era Valls. Importante población agrícola, capital de la comarca tarraconense del Alt Camp, famosa además por ser la sede de importantes Colles Castelleras dedicadas a la construcción de torres humanas.
Hasta Lérida el paisaje se sucedía sin grandes variaciones. La llegada a la capital ilerdense venía anunciada por la presencia de Río Segre, principal afluente del Ebro y la imagen del Castillo de la Suda recortándose en el horizonte.


Campanario de la Seo  y recinto del Castillo de la Suda
Estábamos, como quien, dice en el principio del viaje y el calor era insoportable. El skay, con el que estaban tapizados los asientos ardía y todos los pasajeros íbamos bañados en sudor. Eso hacía necesario que las ventanillas fuesen bajadas con lo que, si bien el ambiente se refrescaba y el olor a humanidad se notaba menos, por ellas entraban cantidad de moscas y otros insectos.
Con ese panorama, quien más y quien menos, esperaba ansioso que el sol se ocultase dando paso a la noche.
Zaragoza era la siguiente capital de provincia en la que el tren tenía parada y donde se efectuaba el primer cambio de locomotora.


Basílica del Pilar
Las torres de la Basílica del Pilar nos saludaban desde un poco antes de llegar y también el Ebro, que yo conocía de  verlo en Tortosa, había aparecido. A partir de la ciudad maña, el gran río, sería nuestro compañero de viaje por tierras aragonesas, navarras, riojanas y burgalesas. Su ribera estaba cuajada de fértiles huertas y viñedos, un paisaje que me era entonces desconocido que encontré ameno y gratificante.
Cuando llegamos a Burgos ya hacía rato que había caído la noche y la temperatura era muy diferente. Como es habitual, en las tierras de Castilla, la ausencia del sol refresca el ambiente de tal forma que el contraste con el día es muy acusado. No imaginaba entonces que unos años más tarde tendría la oportunidad de conocer y disfrutar a fondo del clima castellano.
Con el exterior del tren envuelto en la oscuridad de la noche se hacía difícil seguir contemplando el paisaje por lo que después de cenar, de forma abundante (el tren siempre me ha despertado el apetito), nos dispusimos a echar una cabezada.
 A pesar del cansancio, fue prácticamente imposible dormir de forma continuada y, en cuanto el día empezó a despuntar, me dedique de nuevo a observar aquellas tierras que atravesaba el tren.
En León ya era de día y eso me dio la oportunidad de ver como, poco después, el terreno cambiaba y los páramos castellanos daban paso a las montañas y a una abundante vegetación.
Yo siempre he definido a Galicia como una mezcla única de imágenes, colores y aromas. En aquel primer viaje en tren, en los sucesivos y también por carretera, cuando paso de Astorga, empiezo a intuir que el paraíso está cerca. Aquello aún no es Galicia pero empieza a parecerse.
La llegada a Astorga me recordó mucho los viajes de mi niñez y la estación de Albacete. En la capital manchega eran los vendedores de navajas los que subían al tren ofertando su mercancía y aquí eran los vendedores de mantecadas y hojaldres (fabulosos productos, incluso para los que son poco golosos) los que endulzaban la mañana a los sufridos viajeros.
Dejamos Astorga, la capital de la Maragatería, cuna de los carreteros que desde la Meseta llevaban y traían mercancías a Galicia y la cornisa Cantábrica y llegamos a Ponferrada, la ciudad de los templarios. Su castillo aun permanece erguido y ha sido remozado en recuerdo de aquellos caballeros, guerreros y eruditos, que marcaron toda una época.


Rio Sil
Pronto encontramos al Síl, ese afluente con vocación de río principal. Ya lo dice el refrán “El Síl lleva el agua y el Miño la fama”. Hasta Quiroga, en la zona de la Ribeira Sacra, el tren bordea en muchos tramos el cauce de éste río, proporcionando unas vistas de extraordinaria belleza. A pesar de mis muchos viajes, volver a contemplar ese paisaje, sigue embriagándome como la primera vez.
Monforte de Lemos era un núcleo ferroviario de primer orden. En esa estación se bifurca la vía, por un lado para Orense y Vigo y por otro para La Coruña. Por ese motivo, y porque el trayecto hasta La Coruña permanece aun sin electrificar, del tren se segregaban los coches de Orense y Vigo y la rama de La Coruña seguía viaje con una locomotora diesel.
Estas operaciones que se siguen realizando en la actualidad, aunque ahora el protagonista sea un moderno tren hotel que ofrece todas las comodidades imaginables, daban lugar a una parada de 25 minutos. El ansia de estirar un poco las piernas y mi curiosidad por todo lo ferroviario, hizo que me apease del tren y con ello descubriese un bar en la plazuela de la estación. En el mismo, para acompañar la bebida, te ponían unos callos con garbanzos insuperables. Muchas son las veces que he repetido visita a ese establecimiento.
En el aspecto ferroviario la estación de Monforte de Lemos era un centro lleno de actividad. Al movimiento de viajeros había que añadir las vías llenas de vagones destinados al tráfico de mercancías y en el andén los carros cargados de paquetería esperaban ser cargados en los trenes de viajeros para ser llevados a sus destinos. Con el paso de los años, y la transformación a la que se ha sometido al ferrocarril, muchas de estas actividades han quedado en el olvido. Monforte de Lemos rinde homenaje, al ayer del ferrocarril, con un pequeño museo situado en un antiguo muelle de la estación.
Una vieja maquina de vapor y coches de viajeros en desuso, totalmente rehabilitados, se utilizan por los aficionados al ferrocarril de esa zona para rememorar viajes de otra época.
Cuando el tren reanudó su marcha, saliendo de Monforte de Lemos con destino a La Coruña, empecé a disfrutar de verdad del paisaje gallego.
Embobado miraba aquellos campos pintados de un verdor para mi desconocido y salpicados de unas plantas de un amarillo intenso que nunca había visto. Casas dispersas rematadas con tejados de todos los estilos: de pizarra, de teja y de Uralita, humo saliendo de las chimeneas y vacas paciendo en aquellos hermosos prados. 




En la estación de Sarria un grupo de peregrinos se apearon para iniciar, desde allí, el Camino de Santiago. Había oído hablar mucho de esa peregrinación pero desconocía los requisitos para hacerla en la forma adecuada. Después me enteraría de que, cuando se hace a pie, en bicicleta o a caballo, se exigen un mínimo de cien kilómetros para ganar el jubileo y Sarria está en la distancia justa.
El tren seguía su marcha mientras yo no perdía detalle del paisaje. El día había amanecido con nubes que poco a poco iban desapareciendo; el sol, que iba asomando tímidamente, daba nuevas tonalidades a los campos salpicándolos de luces y sombras.
Lugo, la ciudad de las murallas y de María Castaña ( María Castaña fue una heroína lucense que se enfrentó al poder eclesiástico en los años de la Inquisición, su memoria es recordada con la dicho popular de “en tiempos de María Castaña) era la última capital de provincia por la que pasábamos antes de llegar a La Coruña.
El que el tren, además de viajeros transportase paquetería, obligaba a realizar paradas en poblaciones en las que con el tiempo dejaría de hacerlo. Rábade, Guitiríz (población famosa por las aguas y su hotel balneario) Bahamonde, Curtis y Betánzos, la ciudad de los caballeros y una de las antiguas capitales de Galicia, eran algunas de ellas.
De Lugo a Betánzos, el trazado ferroviario discurre entre el cauce de pequeños ríos y bosques. En éstos últimos se alternan pinos, castaños y eucaliptos, ese árbol foráneo quesembrado de forma masiva se ha convertido en omnipresente
en los montes gallegos. Tanto es así, que hay quien le otorga su origen en esa comunidad, cuando en realidad proviene de Australia. En mi modesta opinión su único mérito es el rápido crecimiento que lo hace útil, con prontitud, para la industria maderera. Por lo demás decir que, esta especie, contribuye de forma importante al deterioro tanto del suelo como del paisaje.
Antes de llegar a Betánzos, por un momento, atisbamos el inicio de la ría. En esa estación se bifurca la vía que va al Ferrol, ciudad que en aquellos días llevaba el añadido del Caudillo por haber nacido en ella el Dictador Franco.
Betánzos anuncia el final del viaje. El tramo de esa ciudad a La Coruña es quizás de los que más ha cambiado con los años. Donde antes había monte y bosques ahora se han construido polígonos industriales y la localidad del Burgo, ya próxima a La Coruña, se ha dotado de un maravilloso paseo que bordea toda la ría.
Aunque en mi primer viaje el escenario fuese diferente, no por eso, dejó de maravillarme. El embalse de Cecebre, con unas estupendas vistas, fue un magnifico anticipo de la emoción que sentiría al contemplar la belleza de la Ria del Burgo y la entrada de La Coruña presidida por la playa de Santa Cristina. Después una sucesión de túneles y ¡por fin! la estación de La Coruña San Cristóbal


jueves, 30 de agosto de 2012

LIBRO DE VIAJE POR LOS RECUERDOS 7ª ENTREGA DE MIS PAISAJES




LANZAROTE - GRAN CANARIA





La isla de Lanzarote sería durante casi un año mi nuevo hogar. Tras jurar bandera, en Hoya Fría, me destinaron a Arrecife, su capital.Embarcamos en Santa Cruz, en un cascarón, si lo comparamos con el barco que nos había llevado desde Barcelona hasta allí dos meses y medio antes. Con aquel recuerdo aun presente, el viaje no era precisamente algo que me ilusionase y esperaba de él lo peor. Sin embargo la travesía fue muy tranquila. Hicimos una breve escala en Las Palmas, cinco horas, y llegamos al puerto de Arrecife al día siguiente sin que el movimiento de la embarcación me causase el más mínimo mareo. Parece que, sin saberlo, me había convertido en todo un “lobo de mar”.Al igual que sucedió con la llegada a Tenerife, tampoco el desembarco en el Puerto de los Mármoles de Arrecife nos ofreció la imagen idílica que se tiene de las islas.El alojamiento al que nos trasladaron si mejoraba un poco al anterior y con el paso de los días pudimos apreciar, también, una diferencia en el trato que nos dispensaban los militares profesionales. Quizás el que tuviésemos que convivir con ellos, durante muchos meses, era el motivo de que se nos tratase con algo más de respeto.
El cuartel estaba ubicado a las afueras de la ciudad, era un recinto cerrado y en el mismo había varios pabellones que daban cobijo a la tropa.
Estaban en mejor estado que los barracones de Hoya Fría y disponíamos dentro de los mismos de duchas, lavabos y algún aseo. También había televisión, un par de mesas y unos sillones para sentarse a leer o descansar.
Como la mayoría de los soldados eran lanzaroteños, o conejeros como se les conoce localmente, tenían permiso para pernoctar en sus domicilios. Éramos menos de la mitad del batallón, los peninsulares y canarios de otras islas, los que dormíamos en el cuartel y eso facilitaba mucho la convivencia.
Cerca de él había una pequeña barriada con casas de planta baja las cuales, en su mayoría, pertenecían al ejército y daban cobijo a los militares profesionales y a sus familias.
Seguía sin encontrarle ningún aliciente a la vida militar, sobre todo teniendo en cuenta que, nada más llegar a Lanzarote, me destinaron a los talleres. Allí debía trabajar en mi oficio, por aquel entonces de carpintero; igual que en la vida civil pero sin cobrar. A pesar de ello me adapté pronto a aquel entorno y me dispuse a dejar pasar el tiempo de la mejor manera posible.
Como mis recursos económicos eran bastante limitados, salía poco de paseo. Arrecife era una ciudad pequeña, muy tranquila y con pocos alicientes. Tenía algunos rincones, no exentos de belleza por los que me gustaba pasear pero que a fuerza de repetitivos perdían su encanto.





El Castillo de San Gabriel, una pequeña fortificación emplazada en un islote frente a la ciudad y unido a ésta por un puente, es un recuerdo que me acompañará siempre:

“Una noche de fiesta; la música, las luces del paseo iluminando las aguas del mar, el castillo reflejándose en ellas y… una mujer; bella, sonriente, de ojos negros, profundos; mirada cautivadora que te seduce. Bailas, sin oír la orquesta, pero sin querer que esa canción termine, solo sabes que la tienes en tus brazos y, mientras la miras…te olvidas de cualquier cosa que no sea ella”.
Escenas guardadas dentro del corazón.

Todo cambiaría cuando conocí a Manuel y su familia. Se trataba de un peninsular que como yo, pero veinticinco años antes, había sido “premiado” por el ejército con el mismo destino. Coincidía que era pariente de unos vecinos míos, en Mataró, y estos me pusieron en contacto con él.Otra vez el paisaje de las emociones. Los paisajes, acompañados de sentimientos, adquieren otras tonalidades. Eso es lo que me sucedió a mí a partir de ese momento. Andar por el paseo marítimo se había convertido en algo rutinario y sin atractivo hasta que empecé a pasear por él, con Mari y Juli, las hijas de Manuel. Con ellas aprendí a querer a su tierra hasta hacerla, también, un poco mía.
Manuel, Juliana ¡que gran mujer! y sus hijas me acogieron con un cariño inusual y yo hice de ellos mi familia canaria. Hasta entonces, me había sentido prisionero de las islas y mis circunstancias pero este encuentro fue como una liberación.
Con Mari y Juli recorrí Lanzarote y disfruté de toda su belleza. Seguramente la isla actual se parece poco a la que yo conocí pero, por lo que sé, los cambios no solo no la han  estropeado sino que han aumentado su atractivo. Cesar Manrique, posiblemente su hijo más ilustre, se encargó de ello.
 

Me impactó, por lo singular del terreno, mi primera visita al Parque Nacional de Timanfaya. Encontré interesantes las demostraciones que se hacen a los turistas de cómo la actividad volcánica sigue presente. Ver como el agua se vaporiza en segundos o como se encienden los matojos, con el calor que emana la tierra, estuvo bien. Pero nada me caló tanto como tener la sensación de que en aquel mar de lava, por primera vez en mi vida, podía escuchar el silencio.


Conforme iba conociéndola me sentía más apegado a la isla:
El Golfo con su laguna de color esmeralda me pareció un
lugar hermoso lleno de calma.
Los Hervideros; esas caprichosas formas adoptadas por la lava en su contacto con el mar semejan un fantástico órgano en el que el agua, penetrando con fuerza por el entramado laberinto, desgrana las notas de una extraña sinfonía.
 

Las Salinas del Janubio, siempre me parecieron un grandioso puzzle que me habría gustado inventar.
El Valle de Haría, con el contraste de la tierra negra y su
hermosa vegetación, cautiva a quien llega a él por primera
vez; es un bellísimo oasis en medio de un desierto de lava.


Playa Blanca era, cuando yo la conocí, una pequeña población de pescadores en la que se podía comer disfrutando de una tranquila contemplación del mar. Muy cerca, la costa del Papagayo, guardaba tranquilas y solitarias calas en las que ya, en aquellos años, se practicaba el nudismo.

Estos paisajes naturales y otros en los que la mano del hombre ha intervenido, creo que de de forma acertada, como:

La Geria (en la foto anterior), Los Jameos del Agua, La Cueva de los Verdes o El Mirador del Río, son recuerdos imborrables que me traje de Lanzarote, mi tierra canaria.
Pero, sin duda alguna, las imagenes más importantes, las  que me acompañarán siempre son las de un humilde hogar de Arrecife en el que, con Juliana, Manuel, Mari y Juli, pasé momentos inolvidables. Él y ellas me acogieron, brindándome su cariño y haciendome sentir como uno más de la familia.

Otra de las islas que visité aunque, por la brevedad de mi estancia en ella, no me marcó como si lo hicieron Tenerife y Lanzarote, fue Gran Canaria. Estuve en ella en tres ocasiones, siempre en transito de un barco a otro y con pocas horas de por medio.
Las Palmas me pareció una gran ciudad, moderna y con mucho ambiente. A diferencia de las otras islas contaba con una gran variedad de oferta de ocio. Cines, discotecas, incluso algún teatro competían en distraer a turistas y nativos.
Conocí algunos lugares de referencia de la ciudad como:
La playa de las Canteras; un inmenso arenal donde gozar de los placeres del mar y el sol, que me recordó mucho a las largas playas del Maresme.
Supongo que nadie podía imaginar entonces, viendo a los africanos que ofrecían sus artesanales tallas de madera en el paseo contiguo a la playa, que éstos serían la avanzadilla de los miles que irían llegando después a bordo de las pateras.
El Parque o Plaza de Santa Catalina era, creo que aun lo es, otro de los lugares emblemáticos. Allí se concentraba, dicho con todos mis respetos, la más variada fauna humana que yo había contemplado hasta entonces. Fiarse de lo que uno veía, a primera vista, era apuntarse a la más mayúscula de las sorpresas.
 

Me gustó lo que pude ver del barrio de La Vegueta, con su aire colonial por una parte y la típica arquitectura canaria por otra. Será una de las visitas obligadas, si vuelvo por el archipiélago, pues no tuve tiempo suficiente para disfrutar de todo su encanto.
 
Solo un paisaje emocional, en Gran Canaria. Una pequeña taberna, cercana al estadio de fútbol, a la que fuimos a parar Paco, un cabo de Ciudad Real, y yo.
Habíamos llegado a Gran Canaria, procedentes de Tenerife donde hice y aprobé el examen para ascender a Cabo Primero (hasta ahí llegaría mi carrera militar). Para poder hacer algo de turismo, renunciamos a ir a comer a un cuartel de Las Palmas y pasamos el día con un bocadillo y una pieza de fruta que nos dieron al embarcar.
Un compañero canario nos pidió que pasásemos por su casa a recogerle algo que le enviaba su madre. La buena señora nos entregó un paquete para su hijo y 100 pesetas (la moneda de curso legal entonces).
Hacía días que, Paco y yo, estábamos en bancarrota por lo que pensamos que aquel dinero podía servir, en ese momento, para apaciguar los quejidos de nuestros estómagos. No daba para mucho pero decidimos entrar en la taberna y comer algo.
El tabernero, una persona rebosante de amabilidad, nos preguntó que queríamos tomar. Nos sinceramos con él diciéndole que nuestras posibilidades económicas eran escasas. El hombre nos dijo que pidiésemos lo que nos apeteciese y ya hablaríamos después. Pedimos sama, un pescado riquísimo muy popular en las islas, y papas arrugas con mojo picón.
Supongo que más que comer devorábamos porque antes de terminar la primera bandeja ya teníamos en la mesa más comida y vino.
Cuando terminamos de cenar y pedimos la cuenta (muy preocupados por cierto), el tabernero nos pregunto de que dinero disponíamos. Le dijimos que 100 pesetas y él nos contestó sonriendo:
- “Bueno, pues aún tenéis suerte, esto solo van a ser 80 pesetas”.
Aquel buen hombre, sabía de sobras lo dura que puede ser la vida de los soldados y no solo no nos cobró lo que realmente valía la cena sino que, además, nos dejó  pesetas en el bolsillo por si las necesitábamos para otra cosa.
Como veis una humilde taberna puede ser, a veces, el mejor de los paisajes.
Quiero añadir que, en cuanto Paco y yo pudimos, reintegramos las 100 pesetas a su dueño, al que pedimos disculpas por haber usado su dinero sin consentimiento previo.
Paisajes y penurias de mi estancia en el ejército. Una institución que respeto tal como esta establecida en la actualidad. Con personal profesional que realmente se dedican a ser soldados, tanto en la defensa de las causas que lo necesitan, como realizando labores humanitarias en todo el mundo.
No se parece en nada, este ejército, a aquel que muchos españoles y yo padecimos en su momento. En él, había más vejaciones que respeto y en aras del servicio a la patria  te robaban, en el mejor de los casos, dieciséis meses de tu vida.