domingo, 11 de marzo de 2012

POESIA - ESA FLOR



       

   Esa Flor

¿Qué mejor fin tendría,
esta bella y lozana rosa,
que rendir pleitesía,
a otra flor, aún, más hermosa?
Esa flor que me da la vida,
que despierta mi pasión,
que como la brisa aviva,
el amor, en mi  corazón.
Quiero ser el jardinero,
que a tu belleza se asoma.
Sentirme tu prisionero,
embriagarme en tu aroma.
Entrar  en tu cuerpo
y hacerte el amor
mientras me tienes envuelto,
en tus pétalos; Mi Flor.

Matías Ortega Carmona

POESÍA - EN EL MAR DE TU CUERPO



En el mar de tu cuerpo

Son como el cielo tus ojos      
y en ellos quisiera volar,
beber de tus labios
para mi sed saciar.
Acariciar  tus cabellos,
mil sueños tejiendo,
jugando con ellos
sintiendo, sintiendo.
Navegar por tu cuerpo,
con calma, sin prisa.
Encontrar en ti el puerto
al que me empuje la brisa
Fondear en tu playa,                                                
surcando esas olas
agitadas de pasión.
Los dos, así, a solas,
corazón, con corazón.   

Matías Ortega Carmona                                       

POESÍA - ALMA


                     
                         Alma

           Blancas sábanas  de seda                          
           envuelven sus sueños.
           La miro, la veo tan hermosa
           que me siento pequeño.
           Alma, sintiendo el amanecer,
           se despereza en la cama.
           Recibe con alegría
           los primeros rayos de sol
           que, anunciando un nuevo día,
           acarician su morena y tersa piel.
           Yo, envidio a ese sol
           y…tengo celos de él.
           Se levanta sin prisa,
           mi vista va tras ella,
           en su boca   una sonrisa
           que le provoca saberse bella.
           Mientras el agua acaricia su cuerpo,
           Yo, pienso que es tan hermoso,
           que… envidio al agua
           y de nuevo me siento…celoso.
           Y ya arreglada sale a la calle,
           lleva un vestido ajustado,
           y rodeando su talle
           un cinturón nacarado.
           Va con la sonrisa en la boca
           dispuesta a beberse la vida.
           De nuevo mis celos provoca,
           mientras pienso que con otros,
           quizás, de mi amor se olvida.

            Matías Ortega Carmona

sábado, 10 de marzo de 2012

CUENTO - CRÓNICAS DE LA MEDIA LEGUA





 Crónicas de La Media Legua

El viejo  tren de madera está llegando a nuestro destino. Desde hace algunos minutos, mi familia y yo estamos preparados en el balconcillo de uno de los coches para apearnos del mismo. Los frenos chirrían y el convoy detiene su andar cansino delante de la estación. Mientras los viajeros bajan y suben, la locomotora resopla, soltando  humo, como queriendo coger fuerza para iniciar el trayecto hasta el próximo pueblo, donde acabará su viaje.
En el andén nos esperan varios familiares a los que no vemos desde el año anterior, lo que hace que la alegría del reencuentro sea muy grande. Entre abrazo y abrazo empiezo a preocuparme al notar la falta de mi abuelo, pero mi inquietud desaparece rápidamente cuando, por fin, le veo. Está junto al edificio de viajeros y mi emoción se desborda al ver que a su lado está Estrella. Corro hacia ellos y mi abuelo, después de besos y abrazos, atendiendo a los rebuznos –yo creo que de alegría- de Estrella, me deposita en su lomo. 
 
 
Estrella es, como de sus rebuznos se desprende, una burra ya veterana. Además de  ayudar en las tareas del campo, es capaz de transportar las más pesadas y diversas cargas entre el pueblo y la casa de La Media Legua donde viven mis abuelos. Pero para mi es algo más; una amiga, cómplice de alguna de las aventuras que me hace vivir mi fantasía.
 
 
Mis progenitores se han quedado en el pueblo, en casa de una hermana de mi padre. Como siempre, se impone la voluntad de él y mi madre, a pesar de que hace mucho que no disfruta de la compañía de mis abuelos y sus hermanos, no tiene más remedio que ceder a los deseos de su marido. Durante las vacaciones será poco el tiempo que comparta con su familia. Afortunadamente yo y en esta ocasión Paco, mi hermano pequeño, tenemos permiso para irnos a La Media Legua.
Mi abuela, la madre Juana, es una mujer menuda, de aspecto frágil, que contrasta con la figura de mi abuelo, alto y corpulento. También su carácter es distinto; él, el padre Matías, mas serio y reservado, aunque yo estoy convencido que su seriedad es tan sólo un truco, una manera de esconder que tiene un corazón enorme y tierno como la mantequilla; ella, alegre y cariñosa en cada gesto, en cada frase.  Los dos juntos son, para mí, el refugio más seguro y lleno de amor que jamás tendré.
 

Los piratas habían aprovechado mi ausencia para campar a sus anchas y hacerse dueños de aquel mar tan singular. Sus “aguas” de color ocre eran surcadas, en perfecta formación, por flotas de albaricoqueros, perales, manzanos, melocotoneros y aquella especie autóctona cuyo fruto no es ni pera ni manzana, sino  pero. Armado con mi tirachinas y guijarros del río, subido en aquella enorme y cuidada higuera, que pasaba por ser mi nave capitana, me dispuse a expulsar a aquella gente de mal vivir de mi océano particular. Ejercía de grumete Paco, que se había sumado a la aventura. Empezada la batalla  fui abatiendo, uno a uno, a aquellos facinerosos. Primero fue el pirata tuerto, después el de la pata de palo; casi se me escapa el pelirrojo desdentado pero le vi; intentaba esconderse detrás de un melocotonero y mi tirachinas, infalible, dio buena cuenta de él. Mis enemigos eran escurridizos y eso me obligaba a trepar de un extremo a otro de la nave para tratar de tenerles a tiro. Yo iba avisando al grumete de los lugares donde se escondían, pero este era incapaz de verles. Me estaba quedando sin munición cuando oí la voz de mi abuela gritándole a mi hermano. Éste, cansado de no ver pirata alguno, había escogido como blanco unos objetivos más cercanos: las gallinas que picoteaban por la huerta y los gatos a los que nunca dejaba tranquilos por lo que, éstos, le tenían autentico pavor.
 
 
Mi tía Águeda es la mujer de Alfonso, uno de los hermanos de mi madre que vive en La Media Legua en una  casa cercana a la de mis abuelos. El primer jueves de cada mes acostumbra a ir al pueblo a vender huevos y otros productos de la huerta, comprar alimentos y traer pienso para los animales. Lo que para ella es algo rutinario para mí se convierte en otra de mis aventuras, esta vez con el concurso de Estrella:
A lomos de mi amiga recorro el camino hasta la población. Mi tía, que sabe de mis fantasías, va caminando junto a nosotros y, aunque vigilante, procura no distraerme de mis “obligaciones”. Siempre me ha parecido que el paisaje que atravesamos es de lo más propicio para hacer películas del oeste por lo cual, al igual que me he procurado mis propios piratas, también he inventado un grupo de feroces indios dispuestos a arrebatarnos la carga que Estrella y yo transportamos. Ayudado por mi inseparable tirachinas y cabalgando en mi brioso corcel consigo llegar hasta el pueblo con la mercancía intacta; por el camino algunos de aquellos osados indios han pagado caro el atrevimiento de intentar detenernos.  Mi tía premia mi valor comprándome mi bocadillo especial en el  Mercado de Abastos. Maruja, la vendedora de la carnicería que me conoce de cada año,   hace un picadillo de distintas clases de embutido y rellena la barra de pan que Águeda ha comprado en la panadería. En el camino de regreso, la sufrida Estrella, carga con los sacos de pienso y ¿Cómo no? con un ufano jinete  que da buena cuenta de su bocadillo.
 
 
Es domingo y decido acompañar a mi abuelo a la iglesia, en esta ocasión Estrella queda en casa y hacemos el recorrido a pie, en lugar de ir por la carretera caminamos por la vía del tren por donde la distancia es más corta. Después de atravesar un túnel, que salva una montaña cuyo perfil me ha parecido siempre la grupa de un caballo, empezamos a divisar el pueblo.  Molesto, quizás, por la poca afluencia de feligreses, el cura nos castiga con un largo oficio donde el pregón ocupa la mayor parte. Diserta sobre los pecados de la carne y se extiende de tal manera que yo empiezo a dormirme; la verdad es que no entiendo muy bien, o nada, lo que quiere decir pero, a partir de ese día, cada vez que mi abuela me hace las morcillas o el tocino que tanto me gusta no puedo comer sin pensar que estoy pecando.  Definitivamente creo que dejaré la misa para cuando acaben las vacaciones.

Esta tarde he planeado hacer una incursión por mi jungla particular y no volver hasta haber conseguido mi propio alimento para la cena. Se lo digo a la madre Juana y ésta, sonriendo, aprueba mis planes pero por si desfallezco me da un trozo de pan y algo duro y terroso que el fabricante se atreve a llamar chocolate. En principio, las prisas por empezar mi aventura me hacen rechazar la merienda pero después pienso que  hacer caso de la experiencia de los mayores nunca está de más y   no seré peor aventurero por ir bien alimentado.
Los bancales de maíz y panizo están en su apogeo, mi diminuta figura se pierde entre las grandes plantas. Pasado lo que a mi me parece mucho tiempo y tras haber sorteado grandes peligros, acosado por las más terribles fieras, regreso orgulloso. En el zurrón llevo media docena de panochas que después de haberlas asado serán un apetitoso manjar. Mientras doy buena cuenta de la cena, a la luz del carburo, mi abuelo me cuenta historias  y con el estómago lleno, poco a poco me voy quedando dormido.

Hoy me toca hacer de pastor, he ido con uno de mis primos a vigilar las ovejas mientras, éstas, daban buena cuenta de la hierba fresca.
 

Como me parece aburrido estar sentado mirándolas decido emular a esos héroes populares que son los toreros; me quito la camisa e intento que los lanudos animales hagan de improvisados novillos. Mi éxito es escaso   y como no tengo banderillas negras para castigarlos decido que si no quieren ser toros serán caballos. Infructuosamente intento mantenerme sobre sus lomos y los revolcones son continuos. Cuando regresamos voy hecho unos zorros y el padre Matías me “castiga” a bañarme en la acequia que hay junto a la casa. Mi fantasía no tiene límites y transformo aquella pequeña corriente de agua en un gran río; por si acaso aparece algún temible caimán he dejado a mano mi tirachinas.
El día ha sido redondo, cuando mi abuelo cree que no nos hemos portado bien, como hoy, nos hace regar unas cañas que hay cerca de la casa y ¡curioso castigo!, al poco rato de haberlas regado de las mismas brotan sabrosas bolitas de anís.

Ha venido mi padre a buscarme para llevarme al pueblo, le acompaña mi hermano Paco. Como dice mi abuela –“Este zagal no tiene una idea buena”- por eso mis padres procuran no tenerlo mucho tiempo lejos de su control. Hoy dará una prueba más de ello:
Paco, al igual que yo, prefiere estar en la huerta donde las posibilidades de  llevar a cabo sus travesuras son mayores. Aprovechando un descuido de mi padre desaparece y cuando yo ya estoy arreglado para irnos no hay forma de encontrarlo. Buscamos por los alrededores de la casa sin dar con él. Mi abuelo mira en los bancales  por si se ha escondido entre las matas de panizo pero tampoco. Entretanto a mí se me ha ocurrido mirar debajo de las camas, uno de nuestros refugios secretos, y lo encuentro en la de mis abuelos. Por una vez, me parece que mi hermano ha tenido una buena idea y me escondo yo también, sin pensar que, por muy secreto que sea nuestro escondite, mi abuela nos conoce muy bien y es capaz de encontrarnos.  La reacción de mi abuelo, seguramente, habría sido hacernos regar las cañas pero nuestro padre, más "práctico", nos da una tunda que hace que vayamos con el culo caliente desde la huerta hasta el pueblo.

Mi padre ha querido que Paco hiciese la Primera Comunión durante las vacaciones. Así tendremos la ocasión de reunirnos las dos familias, materna y paterna, y celebrar juntos ese evento. Lo que seguramente no ha pensado es que con mi hermano no hay tiempo para aburrirse y, como no podía ser de otra manera, la ceremonia resulta de lo más entretenido:
Se ha puesto el traje de marinero, el mismo que antes habíamos utilizado los dos hermanos mayores. Con el libro de tapas de nácar y su rosario en las manos parece, según dicen mis tías, un angelito. A mí, que todavía me duele el trasero del día anterior, me da la impresión de que por mucho que cambie el envoltorio  lo que va dentro sigue siendo lo mismo.
Camino del Convento, donde tendrá lugar la misa, Paco se queja de que los zapatos le hacen daño, mi madre dice que es porque son nuevos.
Han puesto a los niños y niñas, protagonistas la ceremonia, en unos bancos cerca del altar. Los familiares, sobre todo las madres, los miran embobados y ellos, con cara de no haber roto nunca un plato, miran al cura que les cuenta las bondades que supone recibir al Señor por primera vez. Pero no todos están pendientes, hay uno que se entretiene en hurgar en los zapatos. Poco a poco los demás niños dejan de hacer caso al cura y lo van mirando a él, también algunos feligreses se han dado cuenta y asisten divertidos al espectáculo. Paco ha decidido coger el camino más directo y se quita los zapatos para encontrar la causa de sus males. Hay quien no puede aguantar más y suelta una carcajada cuando mi hermano saca de sus zapatos los cartones que los fabricantes suelen poner para aguantar la forma.  Él, imperturbable, vuelve a calzarse  mientras el cura por un lado y mi padre por otro le lanzan furibundas miradas.
Acabado el festejo he vuelto a la huerta pero cambiando de alojamiento; los últimos días de las vacaciones dormiré en casa de mi tía Águeda, sin que ello suponga dejar de ver a mis abuelos ya que la distancia que nos separa es muy poca.

No sólo Paco tiene la patente de las travesuras, esta tarde hemos ido a hacer gamberradas a los vecinos. Visitamos a Pedro “el de los cupones” (le llaman así porque compró unos cupones que resultaron premiados y los perdió antes de cobrarlos), a alguien se le ha ocurrido abrir el corral y las ovejas se han escapado. La trastada no tiene consecuencias graves porque, afortunadamente, “el de los cupones” anda cerca y nos sorprende en plena faena obligándonos a recoger  el rebaño. Una vez las ovejas están en el redil, su dueño pregunta quien ha sido el que ha tenido la ocurrencia de soltarlas y uno de mis primos responde señalando a Jesús, un zagal de risa fácil, -“El Risico Puta ha sio”-.  En una tierra donde la gente acostumbra a llamar y conocer a sus paisanos más por el apodo que por su verdadero nombre, flaco favor le ha hecho mi primo a su amigo; a partir de entonces, Jesús, será ya para siempre el “Risico Puta”.
 
 
Los días han ido pasando y  las vacaciones llegan a su fin. En la estación se repite la escena de besos y abrazos de hace unas semanas pero, en esta ocasión, las caras no reflejan la misma alegría. Estrella lanza unos rebuznos lastimeros cuando la acaricio despidiéndome de ella y a mi abuelo, como cada año, se le ha metido algo en ojo que no consigue sacar con el pañuelo.
Se oye el silbato de la locomotora y ésta suelta vapor iniciando la marcha. Desde el balconcillo del coche de madera contemplo, sin poder evitar que mis ojos se llenen de lágrimas, como todo aquello que tanto quiero va quedando cada vez más lejos.
 
Matías Ortega Carmona

NOVELA - EL MILAGRO DE PUERTO COLOMBIA 1ª ENTREGA












 
 
 
 
El Milagro de Puerto Colombia 1ª Parte

Las instalaciones portuarias registraban una actividad inusitada, una multitud de obreros se afanaban en dar a las mismas un aspecto inmejorable. En aquellos lugares, donde los trabajos no habían terminado en el plazo previsto, se improvisaba dando a la fachada de los locales su aspecto definitivo mientras el interior se dejaba para ultimarlo en fechas posteriores. Todo debía estar a punto, o por lo menos parecerlo, para recibir al gobernador de la provincia, que en apenas unas semanas llegaría para inaugurar un nuevo muelle.
La ciudad de Puerto Colombia se había convertido en pocos años en una de las principales del país. Su puerto era el de mayor tráfico de mercancías de la nación y con la ampliación, hecha para que los  grandes cruceros de pasajeros pudiesen atracar en él,  llegaría a ser uno de los más importantes del continente.

Ramiro Herrera Clavijo, carpintero de rivera, era el propietario de una empresa dedicada a la construcción y reparación de pequeñas embarcaciones de pesca. Su negocio, próspero en otro tiempo, al que su padre había dedicado su vida y en el que él trabajó desde que era un muchacho, no pasaba por sus mejores momentos. Los pedidos habían ido descendiendo en la misma medida que el puerto crecía.
 El lugar que antes ocupaban las barcas de los pescadores estaba ahora destinado a los grandes barcos mercantes en los que la madera se había sustituido por el acero. Mientras, los marineros, que en otro tiempo faenaban en la cercanía de la costa, se enrolaban en esas naves de gran calado que los llevaban a recorrer los mares de todo el planeta. Quedaban muy pocos  que aun se dedicaban a la pesca de bajura y, si seguían en ello, lo hacían bien llevados  por la tradición o quizás porque su edad ya no les permitía tomar otros caminos.
La mayoría de los habitantes de Puerto Colombia dependían de la actividad de su puerto. Todos los negocios, de una forma u otra, estaban relacionados con él y  los que, como Ramiro, no sabían o no querían adaptarse a esa realidad estaban abocados al exilio o a un adelantado retiro.

El futuro de su empresa no era la única preocupación de Ramiro. Llevaba bastantes años viudo. Luz Mejía Godoy, su mujer, había fallecido a los pocos años de haberse casado dejándole con una hija a la que quería con locura, aunque no siempre la entendiese ni supiese como actuar con ella. La joven, con sus diecisiete años acabados de cumplir, recién dejaba atrás la niñez para convertirse en una hermosa mujer que causaba estragos entre la población masculina. Los hombres, embrujados por su belleza, la perseguían con la mirada turbados entre el deseo y la lujuria.
Yanira, ajena a las preocupaciones de su padre, sufría una urgencia impropia de su edad por tomar de la vida todo aquello que ella pensaba que podía hacerla feliz. Sabía el efecto que ejercía sobre los hombres y jugaba con ellos sin dejar que ninguno se le acercase lo suficiente para hacerse necesario. Su madre falleció cuando ella contaba cuatro años y la falta de la compañía y el cariño materno hizo que creciese con la idea de vivir todo lo que su progenitora no pudo.

En el puerto los trabajos proseguían sin pausa. Se había escogido el más grande de los pabellones para que en él tuvieran lugar todos los actos protocolarios de la inauguración. Durante años en ese lugar se habían ido almacenando  mercancías no retiradas por los consignatarios y otros efectos a los que no se les encontraba una utilidad que los hiciese necesarios. Al proceder a su desalojo, los operarios encargados de ello repararon en una caja de grandes dimensiones situada en un rincón al fondo de la nave. La rotulación impresa en la misma indicaba que su remitente era una empresa de Barcelona (España) llamada “Corominas e Hijos S.A” dedicada a la fabricación de imágenes religiosas, mientras que su destinatario era el obispado de la Diócesis del Departamento Caribeño de Barranquilla. La fecha de embarque correspondía al 7 de noviembre de 1877; hacía pues 35 años que esa mercancía había llegado a su destino sin que nadie la reclamase.
La sorpresa de los que presenciaron la apertura de la caja fue mayúscula. Desde el interior una imagen de la Virgen les miraba y parecía sonreírles. Era una talla bellísima a la que el tiempo transcurrido en la oscuridad de su embalaje, arrinconado en aquel almacén, no había afectado en absoluto. Tenía una altura algo superior a la normal y la tez ligeramente morena, semejándose en su apariencia a las mujeres nativas.
Comunicado el hallazgo a los mandatarios locales, y dado lo inminente de las celebraciones previstas, estos decidieron improvisar un altar en el mismo lugar donde la Virgen había estado todo aquel tiempo. El Obispo de la Diócesis tenía anunciada su presencia, junto a las autoridades civiles, para bendecir las nuevas instalaciones y entonces sería el momento de decidir la ubicación definitiva de la imagen.




Matías Ortega Carmona

lunes, 19 de marzo de 2007

RELATO PIEL DE CARBONILLA





PIEL DE CARBONILLA
A pesar de que mi infancia queda ya muy lejos, no puedo, aún ahora, subirme a un tren sin evitar que los recuerdos de mi niñez acudan a mi memoria. Da igual cual sea mi destino o el motivo del viaje, invariablemente, las imágenes de aquellos días se hacen presente y me llenan de añoranza. He tratado de entender, sin conseguirlo, porqué los hombres nos aferramos al pasado sin que éste, necesariamente, tenga muchas cosas agradables que recordar. Puede que la explicación esté en que, con la edad, veamos que nuestro tiempo se acaba y queramos aferrarnos a aquellas ilusiones no siempre cumplidas de nuestra juventud.
Fue la mía una niñez marcada por la escasez, como correspondía a un hijo de emigrantes, y en la que el tren tenía una importancia vital. Siempre he creído que este era algo más que vagones arrastrados por una locomotora; yo lo consideraba algo con vida propia. Aquellos trenes de la posguerra parecían contagiarse del ánimo de sus ocupantes; cuando llegaba el llano corrían como si las ilusiones de muchos de los que en ellos viajaban los empujasen. Al llegar la subida se frenaban, como si la pena y los sufrimientos de otros de sus viajeros fuesen una pesada carga imposible de transportar. Muchas veces se quedaban por el camino, porque la caldera de la locomotora reventaba, agotada por tanto esfuerzo. También en eso había alguna similitud entre los trenes y las gentes que los usaban. Algunas personas dejaban sus lugares de origen para iniciar un viaje, de rumbo incierto, y después de mucho sufrir y deambular acababan siendo víctimas de un camino que les había llevado a ninguna parte.
La sonrisa de una azafata me saca de mis pensamientos. Con voz cálida, la joven, me saluda indicándome el lugar en que está ubicado el coche de preferente del Euromed que me llevará hasta Alicante. Lamentablemente, la modernización del ferrocarril, ha acarreado también el cierre de muchos kilómetros de vía, lo que hace imposible que se pueda llegar hasta mi destino en tren.
Que manera tan distinta de empezar un viaje si la comparamos con las penurias de los que hice en mi niñez. Recuerdo la, hoy tranquila, Estación de Francia con los andenes abarrotados de gente dispuesta más para asaltar el tren que para subirse a él. La mayoría de las mujeres (siempre las había osadas) y los niños quedábamos en un prudente segundo plano, mientras los hombres, sin dejar que el convoy se acabase de estacionar empezaban una feroz lucha por ganar un espacio dentro del mismo. Más tarde, cuando cada uno había conseguido ganar su territorio, las mujeres se encargaban de dar el equipaje y subir los niños por la ventanilla. Luego a éstas les quedaba el trabajo de sortear a la gente y los bultos, que se apiñaban en los pasillos, para poder llegar al sitio que les habían reservado sus maridos.
Los altavoces de la estación de Barcelona Sants anuncian la puntual salida del Euromed con destino Alicante. Cuando éste arranca, por la megafonía interior, una voz femenina saluda a los pasajeros deseando que tengamos un buen viaje y nos da las gracias por viajar en Grandes Líneas. Poco después las azafatas pasan ofreciendo una copa de bienvenida. Pido cava y mientras lo bebo vuelvo a sumergirme en el mar de los recuerdos o, lo que es lo mismo, a subirme al tren de mi infancia.
Veo a mis padres, a mis tíos, a mi hermano y a mis dos primos, ya hombres, sentados en aquellos horribles bancos hechos con listones de madera. Mi madre ha puesto, en el lugar que ocupamos mi hermano y yo, unas toallas que tendrán a lo largo del camino diversos usos, desde el propio del aseo hasta servir de arrope para el frío que, sobre todo de noche, penetra por las poco ajustadas ventanas y otras rendijas de aquellos cajones sobre ruedas. Las luchas por ocupar un lugar dentro del tren ya se han olvidado y el ambiente en el interior de nuestro coche se ha relajado. Nuestros compañeros de viaje más cercanos son una familia andaluza compuesta por Manuel, el padre, Luisa, la madre y Rocío, una niña de la misma edad que mi hermano Juan. Enseguida se establece una animada conversación y mientras los mayores hablan de la alegría, aunque sean sólo dos semanas, de volver a reunirse con los familiares que dejaron en su tierra, los más pequeños, que no entendemos de esas añoranzas y hacemos el viaje un poco forzados, nos quejamos mutuamente de que nos separen de nuestros amigos y de nuestro entorno habitual.
Rocío me parece una chica preciosa y yo la miro embobado. A ella, que empieza a dejar atrás la niñez y tiene ya la coquetería propia de quien empieza a ser mujer, evidentemente no le pasa lo mismo y me ignora totalmente. Habla sin parar con Juan y los dos parecen disfrutar de esa conversación sin darse cuenta de que yo existo. La rabia y los celos parece que me han dado hambre y pido a mi madre que saque algo para comer. Ahora son los demás los que tienen envidia de mí y rápidamente empiezan a abrir sus cestas de mimbre de las cuales salen las más variadas viandas: tortillas, carnes guisadas, embutidos y las botas de vino, que corren de mano en mano. Los que antes de subir, al tren, se peleaban por conseguir un hueco en el mismo, comparten ahora comida y bebida como si fuesen conocidos de siempre. Pronto todo el coche se impregna de un aroma especial, mezcla del olor de los alimentos, del humo del tabaco y también de la transpiración de tanta gente. Pero, sobre todo, predominando, el olor a carbonilla que a lo largo de los años había ido depositando el humo de las locomotoras en todos los rincones de aquellos coches de madera.
La misma azafata que me ha servido la comida pasa ofreciendo toallitas refrescantes. Me ofrece también un café que acepto encantado. Observo el humo que sale de la taza y no puedo evitar esbozar una sonrisa y pensar que este es el único humo que se puede ver ahora en los trenes. Una joven muchacha que va sentada frente a mí me devuelve la sonrisa. Mera cortesía por supuesto, pienso yo. Demasiado joven y demasiado bella para pretender otra cosa de un hombre entrado en años como yo.
En los monitores se puede seguir una película cómica que arranca alguna que otra risa de mis compañeros de viaje, incluida la joven que momentos antes me ha sonreído. La vuelvo a mirar y otra vez me traslado en el tiempo.
Habían pasado algunos años y, aunque hacía el mismo viaje, las condiciones eran totalmente otras. Ya se habían retirado del servicio los viejos coches de madera y la calefacción funcionaba lo suficientemente bien para que no fuese necesario arroparse con toallas. En esta ocasión viajaba sólo (quiero decir sin mi familia) y lo hacía en un algo más confortable departamento de primera clase del Tren Expreso.
Transcurría el mes de marzo y en esas fechas no debía de haber demasiada demanda de billetes lo que hacía que el único ocupante del departamento fuese yo. Llegamos a Tarragona, estación en la que a los trenes de mi niñez le cambiaban la locomotora de vapor por otra de refresco. Conservo nítida la imagen de las locomotoras, humeantes, al lado del mar, donde estaban anclados los buques mercantes. Todo ello me parecía un paisaje agradable y singular.
Mientras revivía aquellas imágenes la puerta del departamento se abrió y una esbelta mujer penetró en el interior ¡Rocío! En realidad se llamaba Lucía, pero debo decir que, para mí, todas las mujeres guapas del tren me la han recordado siempre a ella, aquella niña de 12 años que no me hizo ningún caso y que encontraba tan encantador a mi hermano Juan.
Lucía era una joven letrada, también hija de emigrantes, que trabajaba en un bufete de abogados de Tarragona. Nuestras vidas guardaban cierto paralelismo, como las vías de los trenes que, los dos, con frecuencia utilizábamos. Tuvimos suerte y el resto del viaje transcurrió sin que nadie nos importunara. No habíamos tenido que pelear por un espacio en el tren pero no hizo falta mucho tiempo para que charlásemos como viejos amigos. El aire se había impregnado con el suave perfume de mi compañera de viaje y no había nadie, con nosotros, que pudiese perturbarnos y romper la magia que se había creado entre los dos. La voz de Lucía sonaba a música en mis oídos y toda ella me tenía embelesado. El tren volvía a formar parte de mis emociones y ¿si no era Rocío, me pregunto yo, porqué en aquellos primeros besos, al rozar su piel con mis labios, noté aquel sabor a carbonilla?
De nuevo la megafonía me saca de mis sueños anunciando el final del viaje –“Señores viajeros estamos llegando a nuestro destino... Grandes Líneas les da las gracias... “
El tren se detiene en la estación de Alicante, de nuevo las azafatas nos despiden con su mejor sonrisa. Alguien me llama por mi nombre; es una guapa mujer a la que no le importa que yo sea un poco viejo y que, cuando llego junto a ella, me besa con dulzura. Acompañando a Lucía está Jorge, mi nieto, al que como a su abuelo le encantan los trenes y sueña con recorrer el mundo en uno de ellos. Quizás en uno de esos viajes encuentre, también él, a la mujer de su vida que, evidentemente, no le recordará a ninguna Rocío y tampoco notará en su piel el aroma a carbonilla.
Matías Ortega Carmona

CUENTO - DIEGO Y EL PINO MÁGICO





DIEGO Y EL PINO MÁGICO



Ése era su lugar preferido, pasaba horas sentado bajo la sombra que le brindaba aquel pino. El árbol tenía más o menos la misma edad que Diego por lo que habían ido creciendo juntos. En una tierra en la que abundaba esa especie no había otro pino como aquel, su aspecto y la forma de su corteza indicaba que no era fruto de la semilla de los pinos autóctonos. 
Su nacimiento, en una maceta, y sus primeros años de vida tampoco fueron los de un pino normal pero... es que él no era un pino normal, era El Pino Mágico.

Nadie conocía con certeza el origen del árbol. Si hacemos caso de la versión de Consuelo, la tía abuela de su madre, fue una de las muchas aves que surcan los cielos de Galicia quien trajo en su pico la semilla de la cual nació. La anciana mujer vio un día como, en una de las macetas de su pequeño jardín, había una nueva planta que en principio no supo identificar ¡Menos mal que no cedió a la tentación de arrancarla! Poco después la planta fue tomando forma y se empezó a adivinar su especie, lo cual tenía aún más misterio.
Ninguna persona de aquella aldea había visto nunca que un pino naciese en una maceta y mucho menos que viviese en ella. Todos creían que aquel árbol moriría si no se le sacaba de allí y se le plantaba en el monte con otros de su especie.
Todos lo creían menos Diego que, a menudo, acudía a regarlo para que no muriese de sed y pudiese seguir creciendo.

Como otros días, Diego había ido a regar el pino; hacía tiempo que no llovía y el verano, en aquellas tierras, era más caluroso de lo habitual. A medida que el muchacho echaba el agua el pino la tragaba con avidez. Humedeció también las ramas hasta que creyó verlas con un verdor más intenso.
Una vez acabado el trabajo guardó la manguera y cuando regresó junto al árbol observó, sorprendido, que de sus ramas colgaban unas bolitas de caramelo. Su sorpresa aún fue mayor cuando oyó una voz que le decía –“Gracias por tus cuidados, yo aún soy pequeño, como tú, y hasta que no sea adulto no colgarán de mis ramas piñas con sabrosos piñones para que puedas comerlos. Hasta entonces, si sigues cuidándome, intentaré premiarte con algunos regalos”. Diego se frotó los ojos y se pellizcó la mejilla para percatarse de que aquello no era un sueño ¡el pino no sólo daba regalos, además hablaba!
Sorprendido y un poco asustado, el niño llamó a su tío Matías, quien dijo a Diego que no se preocupara y siguiera cuidando al pino, no sólo para que este le diese regalos, sino para tener un amigo con el que ir creciendo juntos. Si lo hacía así podría comprobar que los mayores regalos de aquel pino estaban por llegar. Tampoco debía importarle que nadie más oyese hablar al pino mágico, ese sería un secreto entre los dos.

Fueron pasando los años y se hizo necesario mudar al pino, primero a otra maceta más grande y después plantarlo en la tierra, en el lugar que creyeron sería mejor para él. El Pino fue creciendo y Diego con él.
Llegó un momento en que el árbol no necesitó que el muchacho siguiese regándolo, pues era ya capaz de tomar de la tierra los nutrientes necesarios para su supervivencia. Aún así, Diego le echaba de cuando en cuando un poco de agua y El Pino se lo seguía agradeciendo. Se había convertido en un hermoso árbol capaz de seguir ofreciendo regalos que aquel niño que empezó a cuidarlo nunca había imaginado.
Cada año las ramas del pino se cargaban de piñas repletas de riquísimos piñones que se utilizaban en la cocina para acompañar carnes y hacer sabrosas tartas. Una vez secas, las piñas servían para alimentar el fuego del hogar. Su calor al arder era tan agradable como la sombra que las ramas del pino proporcionaban a Diego en verano, protegiéndolo del sol. 






 Sentado bajo aquel pino, Diego contemplaba la belleza de la ría y soñaba, observando los veleros que surcaban sus azules aguas, con viajar y conocer otros paisajes tan hermosos como aquel.

Diego recordaba las palabras de su tío y empezaba a comprender porqué éste le dijo que los mayores regalos del pino estaban por llegar.
No sólo eran las piñas, los piñones, el calor del hogar en el invierno o la sombra en el verano. Las ramas del pino servían también para que en ellas anidasen los pájaros y alguna que otra ardilla saciase su apetito.
Aprendió que los animales que acudían hasta el árbol para saciar en él su apetito, trasladaban sus semillas, contribuyendo así al nacimiento de otros pinos. De esa forma los bosques se regeneran, evitando que la tierra se convierta en un desierto. Los árboles atraen a la lluvia y de todos es sabido que el agua es la fuente de la vida.
Una voz sacó a Diego de sus pensamientos –“Veo, amigo mío, que por fin has comprendido lo importante que era que me cuidases. Ahora ya sabes que estando vivo puedo aportar muchas cosas a los hombres y a la naturaleza, pero también si un día muero seguiré siendo útil. Quizás no te hayas dado cuenta pero los árboles estamos con los hombres desde que nacéis hasta que vuestra vida se apaga. La mayoría de vosotros pasáis vuestros primeros meses en una cuna de madera, de madera son las sillas o bancos en los que reposáis, los muebles de vuestra casa, algunos de esos barcos en los que sueñas viajar para descubrir nuevos horizontes y también la madera os da el último cobijo. Gracias por tus cuidados y por seguir siendo mi amigo”.
Diego siguió cuidando al Pino Mágico y disfrutando de su compañía. 



Cuando nació su hijo le hizo un columpio que colgó de una de las poderosas ramas de su amigo quien, aunque nadie lo oyese, contaba al niño como su padre lo había cuidado y lo felices que habían sido creciendo juntos.


Matías Ortega Carmona