La isla de Lanzarote sería durante casi un año mi nuevo hogar. Tras jurar bandera, en Hoya Fría, me destinaron a Arrecife, su capital.Embarcamos en Santa Cruz, en un cascarón, si lo comparamos con el barco que nos había llevado desde Barcelona hasta allí dos meses y medio antes. Con aquel recuerdo aun presente, el viaje no era precisamente algo que me ilusionase y esperaba de él lo peor. Sin embargo la travesía fue muy tranquila. Hicimos una breve escala en Las Palmas, cinco horas, y llegamos al puerto de Arrecife al día siguiente sin que el movimiento de la embarcación me causase el más mínimo mareo. Parece que, sin saberlo, me había convertido en todo un “lobo de mar”.Al igual que sucedió con la llegada a Tenerife, tampoco el desembarco en el Puerto de los Mármoles de Arrecife nos ofreció la imagen idílica que se tiene de las islas.El alojamiento al que nos trasladaron si mejoraba un poco al anterior y con el paso de los días pudimos apreciar, también, una diferencia en el trato que nos dispensaban los militares profesionales. Quizás el que tuviésemos que convivir con ellos, durante muchos meses, era el motivo de que se nos tratase con algo más de respeto.
El cuartel estaba ubicado a las afueras de la ciudad, era un recinto cerrado y en el mismo había varios pabellones que daban cobijo a la tropa. Estaban en mejor estado que los barracones de Hoya Fría y disponíamos dentro de los mismos de duchas, lavabos y algún aseo. También había televisión, un par de mesas y unos sillones para sentarse a leer o descansar. Como la mayoría de los soldados eran lanzaroteños, o conejeros como se les conoce localmente, tenían permiso para pernoctar en sus domicilios. Éramos menos de la mitad del batallón, los peninsulares y canarios de otras islas, los que dormíamos en el cuartel y eso facilitaba mucho la convivencia. Cerca de él había una pequeña barriada con casas de planta baja las cuales, en su mayoría, pertenecían al ejército y daban cobijo a los militares profesionales y a sus familias. Seguía sin encontrarle ningún aliciente a la vida militar, sobre todo teniendo en cuenta que, nada más llegar a Lanzarote, me destinaron a los talleres. Allí debía trabajar en mi oficio, por aquel entonces de carpintero; igual que en la vida civil pero sin cobrar. A pesar de ello me adapté pronto a aquel entorno y me dispuse a dejar pasar el tiempo de la mejor manera posible. Como mis recursos económicos eran bastante limitados, salía poco de paseo. Arrecife era una ciudad pequeña, muy tranquila y con pocos alicientes. Tenía algunos rincones, no exentos de belleza por los que me gustaba pasear pero que a fuerza de repetitivos perdían su encanto.
El Castillo de San Gabriel, una pequeña fortificación emplazada en un islote frente a la ciudad y unido a ésta por un puente, es un recuerdo que me acompañará siempre:
“Una noche de fiesta; la música, las luces del paseo iluminando las aguas del mar, el castillo reflejándose en ellas y… una mujer; bella, sonriente, de ojos negros, profundos; mirada cautivadora que te seduce. Bailas, sin oír la orquesta, pero sin querer que esa canción termine, solo sabes que la tienes en tus brazos y, mientras la miras…te olvidas de cualquier cosa que no sea ella”. Escenas guardadas dentro del corazón.
Todo
cambiaría cuando conocí a Manuel y su familia. Se trataba de un
peninsular que como yo, pero veinticinco años antes, había sido
“premiado” por el ejército con el mismo destino. Coincidía que era
pariente de unos vecinos míos, en Mataró, y estos me pusieron en
contacto con él.Otra vez el paisaje de las emociones. Los paisajes, acompañados de sentimientos, adquieren
otras tonalidades. Eso es lo que me sucedió a mí a partir de ese
momento. Andar por el paseo marítimo se había convertido en algo
rutinario y sin atractivo hasta que empecé a pasear por él, con Mari y
Juli, las hijas de Manuel. Con ellas aprendí a querer a su tierra hasta
hacerla, también, un poco mía.
Manuel, Juliana ¡que gran mujer! y sus hijas me acogieron con un cariño inusual y yo hice de ellos mi familia canaria. Hasta entonces, me había sentido prisionero de las islas y mis circunstancias pero este encuentro fue como una liberación. Con Mari y Juli recorrí Lanzarote y disfruté de toda su belleza. Seguramente la isla actual se parece poco a la que yo conocí pero, por lo que sé, los cambios no solo no la han estropeado sino que han aumentado su atractivo. Cesar Manrique, posiblemente su hijo más ilustre, se encargó de ello.
Me impactó, por lo singular del terreno, mi primera visita al Parque Nacional de Timanfaya. Encontré interesantes las demostraciones que se hacen a los turistas de cómo la actividad volcánica sigue presente. Ver como el agua se vaporiza en segundos o como se encienden los matojos, con el calor que emana la tierra, estuvo bien. Pero nada me caló tanto como tener la sensación de que en aquel mar de lava, por primera vez en mi vida, podía escuchar el silencio.
Conforme iba conociéndola me sentía más apegado a la isla: El Golfo con su laguna de color esmeralda me pareció un lugar hermoso lleno de calma.
Los Hervideros; esas caprichosas formas adoptadas por la lava en su contacto con el mar semejan un fantástico órgano en el que el agua, penetrando con fuerza por el entramado laberinto, desgrana las notas de una extraña sinfonía.
Las Salinas del Janubio, siempre me parecieron un grandioso puzzle que me habría gustado inventar.
El Valle de Haría, con el contraste de la tierra negra y su hermosa vegetación, cautiva a quien llega a él por primera vez; es un bellísimo oasis en medio de un desierto de lava.
Playa Blanca era, cuando yo la conocí, una pequeña población de pescadores en la que se podía comer disfrutando de una tranquila contemplación del mar. Muy cerca, la costa del Papagayo, guardaba tranquilas y solitarias calas en las que ya, en aquellos años, se practicaba el nudismo.
Estos paisajes naturales y otros en los que la mano del hombre ha intervenido, creo que de de forma acertada, como:
La Geria (en la foto anterior), Los Jameos del Agua, La Cueva de los Verdes o El Mirador del Río, son recuerdos imborrables que me traje de Lanzarote, mi tierra canaria. Pero, sin duda alguna, las imagenes más importantes, las que me acompañarán siempre son las de un humilde hogar de Arrecife en el que, con Juliana, Manuel, Mari y Juli, pasé momentos inolvidables. Él y ellas me acogieron, brindándome su cariño y haciendome sentir como uno más de la familia.
Otra de las islas que visité aunque, por la brevedad de mi estancia en ella, no me marcó como si lo hicieron Tenerife y Lanzarote, fue Gran Canaria. Estuve en ella en tres ocasiones, siempre en transito de un barco a otro y con pocas horas de por medio. Las Palmas me pareció una gran ciudad, moderna y con mucho ambiente. A diferencia de las otras islas contaba con una gran variedad de oferta de ocio. Cines, discotecas, incluso algún teatro competían en distraer a turistas y nativos. Conocí algunos lugares de referencia de la ciudad como: La playa de las Canteras; un inmenso arenal donde gozar de los placeres del mar y el sol, que me recordó mucho a las largas playas del Maresme. Supongo que nadie podía imaginar entonces, viendo a los africanos que ofrecían sus artesanales tallas de madera en el paseo contiguo a la playa, que éstos serían la avanzadilla de los miles que irían llegando después a bordo de las pateras. El Parque o Plaza de Santa Catalina era, creo que aun lo es, otro de los lugares emblemáticos. Allí se concentraba, dicho con todos mis respetos, la más variada fauna humana que yo había contemplado hasta entonces. Fiarse de lo que uno veía, a primera vista, era apuntarse a la más mayúscula de las sorpresas.
Me gustó lo que pude ver del barrio de La Vegueta, con su aire colonial por una parte y la típica arquitectura canaria por otra. Será una de las visitas obligadas, si vuelvo por el archipiélago, pues no tuve tiempo suficiente para disfrutar de todo su encanto.
Solo un paisaje emocional, en Gran Canaria. Una pequeña taberna, cercana al estadio de fútbol, a la que fuimos a parar Paco, un cabo de Ciudad Real, y yo. Habíamos llegado a Gran Canaria, procedentes de Tenerife donde hice y aprobé el examen para ascender a Cabo Primero (hasta ahí llegaría mi carrera militar). Para poder hacer algo de turismo, renunciamos a ir a comer a un cuartel de Las Palmas y pasamos el día con un bocadillo y una pieza de fruta que nos dieron al embarcar. Un compañero canario nos pidió que pasásemos por su casa a recogerle algo que le enviaba su madre. La buena señora nos entregó un paquete para su hijo y 100 pesetas (la moneda de curso legal entonces). Hacía días que, Paco y yo, estábamos en bancarrota por lo que pensamos que aquel dinero podía servir, en ese momento, para apaciguar los quejidos de nuestros estómagos. No daba para mucho pero decidimos entrar en la taberna y comer algo. El tabernero, una persona rebosante de amabilidad, nos preguntó que queríamos tomar. Nos sinceramos con él diciéndole que nuestras posibilidades económicas eran escasas. El hombre nos dijo que pidiésemos lo que nos apeteciese y ya hablaríamos después. Pedimos sama, un pescado riquísimo muy popular en las islas, y papas arrugas con mojo picón. Supongo que más que comer devorábamos porque antes de terminar la primera bandeja ya teníamos en la mesa más comida y vino.
Cuando terminamos de cenar y pedimos la cuenta (muy preocupados por cierto), el tabernero nos pregunto de que dinero disponíamos. Le dijimos que 100 pesetas y él nos contestó sonriendo: - “Bueno, pues aún tenéis suerte, esto solo van a ser 80 pesetas”. Aquel buen hombre, sabía de sobras lo dura que puede ser la vida de los soldados y no solo no nos cobró lo que realmente valía la cena sino que, además, nos dejó pesetas en el bolsillo por si las necesitábamos para otra cosa. Como veis una humilde taberna puede ser, a veces, el mejor de los paisajes. Quiero añadir que, en cuanto Paco y yo pudimos, reintegramos las 100 pesetas a su dueño, al que pedimos disculpas por haber usado su dinero sin consentimiento previo. Paisajes y penurias de mi estancia en el ejército. Una institución que respeto tal como esta establecida en la actualidad. Con personal profesional que realmente se dedican a ser soldados, tanto en la defensa de las causas que lo necesitan, como realizando labores humanitarias en todo el mundo. No se parece en nada, este ejército, a aquel que muchos españoles y yo padecimos en su momento. En él, había más vejaciones que respeto y en aras del servicio a la patria te robaban, en el mejor de los casos, dieciséis meses de tu vida.
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