SARAMAGO Y ANTONIO
“No creo en dios y no me hace ninguna
falta. Por lo menos estoy a salvo de ser intolerante. Los ateos somos las
personas más tolerantes del mundo. Un creyente fácilmente pasa a la
intolerancia. En ningún momento de la historia, en ningún lugar del planeta,
las religiones han servido para que los seres humanos se acerquen unos a los
otros. Por el contrario, solo han servido para separar, para quemar, para
torturar. No creo en dios, no lo necesito y además soy una buena persona”
Las
palabras de José Saramago me dan pie para acercarme a otro personaje, cercano
en su forma de pensar al escritor, pero lejano a la fama y posición de este. De
Antonio, así se llamaba, pude aprender lo importante que puede ser aquel que haciendo
gala de su humildad y sin haber podido acceder a grandes estudios supo entender
y vivir la vida. Amó como nadie la sencillez huyendo siempre de las grandes
ideas con las que los poderosos, ya sean militares, políticos, grandes
empresarios o aquellos que se atribuyen, en nombre de cualquier religión, la
defensa del dogma, atacan la libertad de cualquier ser humano que aspira a ser,
como decía Saramago, simplemente una buena persona.
“Es un bosque que navega y se balancea
sobre las olas, un bosque en donde, sin saberse como, comenzaron a cantar los
pájaros, debían de estar escondidos por ahí y de repente decidieron salir a la
luz, tal vez porque la cosecha ya esté madura y es la hora de la siega…”
Siendo
aun un niño, conoció Antonio las fatigas de la siega. Enrolado en una cuadrilla
de segadores, junto a sus dos hermanos mayores, anduvo por las tierras de La Mancha. En aquellos
campos el niño creció, haciéndose hombre,
mientras segaba la mies que engordaba el patrimonio de los terratenientes y
ayudaba a matar el hambre de su familia. No pudieron con él, ni la dureza del trabajo, ni el sol abrasador que
los castigaba mientras segaban. Supo, como los pájaros, empaparse de la luz y dejar
volar su canto mientras soñaba con un mundo más justo e igualitario.
“Que clase de mundo es éste que puede
mandar maquinas a Marte y no hace nada para detener el asesinato de un ser
humano”
No
solo vivimos en un mundo que no hace nada para detener el asesinato de un ser
humano, lo peor es que éste es un mundo que ha institucionalizado el asesinato
de la especie humana. Militares llevados por ansias de gloria y celebridad,
políticos al servicio de intereses comerciales, religiosos ávidos por imponer
su fe, negando la de los que piensan de forma distinta, entre todos han
inventado las guerras. Curiosamente se han dotado de unos códigos éticos en los
que se condenan los conflictos armados declarados por motivos “injustos”.
Antonio sintió, cuando lo enviaron a matar o ser muerto por los moros en el
norte de África, que en verdad no hay ninguna justicia en obligar a que los hombres se maten unos a otros.
Sufrió
en sus carnes la debacle del ejército español en Annual y, aunque resultó
herido, pudo salvar la vida. Volvió a casa con el recuerdo de los millares de
jóvenes que, con peor suerte que él, dejaron su vida en tierra africana y
convencido de que ninguna idea justifica el derramamiento de sangre.
“El poder lo contamina todo, es tóxico.
Es posible mantener la pureza de los principios mientras estás alejado del
poder. Pero necesitamos llegar al poder para poner en práctica nuestras
convicciones. Y ahí la cosa se derrumba, cuando las convicciones se enturbian
con la suciedad del poder”
Con
las heridas del cuerpo sanadas pero muy frescas en el alma, Antonio, vio como
la primavera de las ideas floreciendo en libertad se marchitaba con el horror
de una guerra fratricida. Los principios, las convicciones que habían de
converger en una sociedad más justa e igualitaria, fueron aniquilados por las
luchas de poder entre quienes predicaban ese nuevo horizonte, ayudados por la
beligerancia de los sectores más fácticos y reaccionarios.
Antonio,
que se ilusionó con la llegada de la República,
fue perdiendo la fe al ver como muchos defensores de las nuevas ideas
caían en los comportamientos de sus predecesores y aposentados en el poder olvidaban rápidamente
todas sus buenas intenciones. Después el estruendo de las armas silenciaría
cualquier canto de esperanza.
“Somos la memoria que tenemos y la
responsabilidad que asumimos, sin memoria no existimos y sin responsabilidad
quizás no merezcamos existir”
Nada
ofende tanto a las dictaduras y a sus secuaces como las personas con ideas
propias y un espíritu libre. Antonio fue una de esas personas y pagó por ello.
Finalizada la guerra civil fue encarcelado sin que nunca se le dijese su culpa.
En los casi dos años que pasó en prisión sufrió torturas mientras su mujer y
sus hijos pasaban hambre y miseria. Un día, sin más, fue puesto en libertad sin
que se le hubiese juzgado ni acusado formalmente de nada.
Cuando
Antonio recordaba esa parte de su vida no lo hacía nunca con odio ni rencor,
pero reivindicaba siempre mantener viva la memoria de hechos como aquellos. El
odio, decía, es el peor carcelero, prolonga tu cautiverio y destruye tu corazón, pero la memoria nos
mantiene alerta para evitar que esas atrocidades puedan repetirse.
“El hombre más sabio que he conocido en
toda mi vida no sabía leer ni escribir”
Antonio,
como se desprende de los pasajes de su vida que he ido relatando, no tuvo
demasiado tiempo para los libros. Su formación académica era escasa y adquirida
junto al fuego del hogar después de un duro día de trabajo. Eso no hacía de él
una persona ignorante pues aprendió a leer e interpretar en las páginas de la
vida todo aquello que era útil para lograr su meta, ser feliz con aquellas
cosas que realmente valen la pena. Amó a los demás y la mayoría de quienes le conocieron
lo amaron a él.
“Si las conociéramos las cosas del cielo
tendrían otro nombre”
Antonio
jamás creyó en ese cielo que predica la religión, ya sea católica o cualquier
otra. Ese cielo de mercadeo que quiere someter a las personas a una especie de
competición liguera en la que solo los santos tienen garantizada la gloria. Mientras,
los que han tenido algún desliz, limpian su alma en el purgatorio y los malos
(?) se queman en el infierno. Tampoco
creía en un Dios ocupado en fiscalizar las acciones de los hombres para
premiarlas o castigarlas, como si fuese un policía de tráfico. Por eso, quizás,
escogió ser ateo. Por eso trató siempre
de conocer sus propias debilidades para así poder ser tolerante con las de los
demás. Él creía en que la bondad puede estar en las personas sin depender de su
raza, credo o posición y por eso, seguramente, él consiguió ser una buena
persona.
Matías
Ortega Carmona
Nota:
En
negrita frases de Saramago que me han servido para recordar, dando un paseo por
su vida, a una persona muy especial para mi. Yo sí creo en el cielo, está en un
rincón de mi corazón; allí permanecen vivos y me acompañan siempre, Antonio y todos
aquellos con los que compartí algún momento de mi vida, aquellos que me
quisieron y a los que yo sigo queriendo.