Cuento
de Navidad
Caminaba por las
calles de la ciudad en las que lucía el alumbrado navideño. En las zonas comerciales, por los altavoces
instalados en cada esquina, se dejaban oír los típicos villancicos propios de
estos días y algunos mensajes que, a la par que deseaban Felices Fiestas a los
transeúntes, les invitaban a realizar sus compras en tal o cual comercio.
Pensaba para mis
adentros en lo falso e insustancial que resulta todo, en unas Fiestas que en
una parte del mundo se han convertido en una exaltación del lujo y el
despilfarro mientras en el resto del planeta, las guerras, la insolidaridad, el
hambre y la incomprensión castigan a las personas como si fuesen culpables de
haber nacido en un lugar y no en el otro.
Pensaba que todo era
mentira y me decía que no quería participar en esa farsa cuando al pasar junto
a un pesebre viviente, instalado al lado de la Iglesia de la Natividad, vi a un
anciano cubierto de harapos que contemplaba, con lágrimas en los ojos, al niño
sonriente que en brazos de su madre hacía las veces del Niño Dios recién
nacido.
Me sorprendió tanto
que no tuve más remedio que preguntarle:
- ¿Cómo una persona a la que este mundo ha dado tan poco puede emocionarse aún con este enredo?
El hombre me miró,
entre curioso y condescendiente, antes de contestarme y me dijo:
- No me engañan las luces ni los oropeles, sé que en estas Fiestas nadie se acordará de mi y que mi mayor regalo será poder conseguir algo de alimento y sobrevivir al frio y otras inclemencias mientras busco, en la calle, el rincón más confortable, para no morir de frío.
-
¿Entonces? - le dije.
- Es muy fácil – me contestó:
Emocionarme con ese niño es algo que no tengo que comprar con dinero. Jesús, nació en el lugar más humilde, un pesebre y para calentarse necesitó el aliento de una burra y una vaca. No tenía nada y solo la caridad de las gentes que acudieron a adorarle y a entregarle sus presentes le ayudó a sobrevivir. Cuando llegó su momento pagó a los hombres y mujeres que le ayudaron y también a los que lo vilipendiaron entregando su vida.
Añadió:
- ¿Sabes? Aquellos que hoy se apartan de mí por mi aspecto, que piensan que tienen más que yo porque pueden comprar, comer y dormir en una cómoda cama, no se llevarán nada con ellos a su último viaje. En ese tránsito estaremos igualados o quizás yo lleve una ligera ventaja, porque sin ninguna duda, ese Niño Jesús que nació en un pesebre, me entenderá mejor a mí que a ellos.
-
¿Tienes familia, verdad, seguramente
nietos? – me preguntó.
- Si, mujer hijos y dos nietas, le respondí.
- Pues no te sientas culpable de nada, tu solo no podrás cambiar el mundo pero si podrás dar y recibir de tu familia el amor que aquel Niño quiso traer a la humanidad. Enseña a tus nietas que, Ese Amor, es el verdadero sentido de la Navidad.
Ríe e ilusiónate con ellas y enséñales
que en el respeto y la humildad encontrarán el camino de la verdadera Felicidad.
Entregué mi abrigo a
aquel hombre que sin saberlo, o si, me acababa de dar mucho más que yo a él y
continué mi camino. Al llegar a casa mis dos nietas, Irene y Paula, acudieron,
como siempre lo hacen, presurosas a darme su abrazo y me llevaron de la mano a
enseñarme lo bien que se alimentaba el Tió (un tronco de madera, adornado con
boca y ojos, que en Cataluña premia con regalos a los niños en la Nochebuena).
En el amor de los
vuestros, familia y esos amigos que forman parte de ella, encontrareis con toda seguridad el mayor regalo, lo mejor de la
Navidad.
Navidad de 2015
Matías Ortega Carmona