martes, 14 de agosto de 2012

LIBRO DE VIAJE POR LOS RECUERDOS 6ª ENTREGA DE MIS PAISAJES



Hasta ahora, los paisajes recorridos han sido un viaje por mi infancia y adolescencia. A continuación, dando un pequeño salto en el tiempo, me situaré en el umbral de mis 22 años y en las Islas Canarias:

No fue mi encuentro con aquellas lejanas islas algo que me ilusionase demasiado. Aunque ahora, con el auge del turismo, es un destino frecuente entonces no lo era tanto y además mi viaje no fue, precisamente, de placer.
Quiso el azar que, para cumplir el servicio militar, me destinasen al archipiélago. Como esas obligaciones no se podían rechazar, salvo que uno quisiera ir a la cárcel, un viernes santo, junto a otros cien reclutas, embarqué en el puerto de Barcelona con rumbo a Tenerife.
Los dos primeros días de la travesía fueron buenos por lo que, preferentemente, pasábamos el tiempo en la cubierta del barco. Paseando, o sentados en la zona de la piscina, vacía de agua porque era el mes de marzo y el clima no aconsejaba el baño, íbamos conociéndonos y entablando las primeras amistades de ese tiempo que debíamos pasar en el ejército.
El tercer y último día de viaje se levantó un fuerte oleaje que hizo que la embarcación se moviese más de lo que, la mayoría del pasaje y algunos miembros de la tripulación, habríamos deseado. En poco rato todos andábamos mareados y echando por la borda todo lo que teníamos en el estómago.

Puerto de Santa Cruz de Tenerife
Avistar la costa de Tenerife supuso un respiro y algo de perplejidad. Cualquier referencia que tenia, de las también llamadas Islas Afortunadas, destacaba su clima tropical, la belleza de sus playas, la
exhuberancia de su flora, pero lo que se ofrecía a nuestra vista eran unas montañas, negras y huérfanas de vegetación.
Poco importaba que el paisaje no se pareciese en nada al que casi todos habíamos imaginado. Mi única prioridad, y supongo que la de mis compañeros de fatigas, pasaba por bajar de aquel barco y estar de nuevo en tierra firme.
También en lo de la tierra firme me equivoqué. A pesar haber desembarcado el suelo parecía seguir moviéndose y el mareo de estómago persistía. Esta sensación duró varios días y se acrecentaba cuando entrábamos en los comedores del campamento. Entonces lo que semejaba tener vida eran las mesas y las paredes.

Campamento de Instrucción de Reclutas de Hoya Fría
Hoya Fría, quizás por lo inhóspito, se llamaba el lugar donde debíamos “superar” el periodo de instrucción para convertirnos en soldados. Estas instalaciones estaban situadas en un promontorio a las afueras de Santa Cruz de Tenerife, la capital de la isla. 
La distancia entre la ciudad y el campamento, si no recuerdo mal, era de unos dos kilómetros y medio y se llegaba hasta él por la carretera de La Laguna, preciosa población a la que me referiré más adelante.
En aquel recinto militar convivíamos más de dos mil personas repartidas en austeros barracones. La mayoría de ellos estaban destinados a dormitorios y, otros, a servicios como: centro sanitario, cocinas, comedores y aulas.
Las duchas y las letrinas, quien sabe si por aquello de que en Canarias llueve poco, estaban al aire libre y eran de lo más rudimentario. Consistían, las primeras, en un entramado de tubos con agujeros que hacían imposible salir de allí sin mojarse, lo cual no dejaba de tener su mérito pues, entre el personal, había algunos realmente alérgicos al agua.
Una zanja por la cual corría el agua era el lugar dispuesto para hacer las necesidades fisiológicas. La cosa no era fácil, ya que además de aguantar el equilibrio tenías que estar vigilante para que no te quitasen la gorra. Si esto sucedía la posición no era la más adecuada para salir corriendo y, esta
prenda, era tan imprescindible para un soldado que se permitía formar desnudo siempre que se llevase tapada la cabeza. Curiosidades de las ordenanzas militares.
Una gran explanada, en medio de los barracones, servía para que el personal formase, hiciese instrucción, o pasease en las horas de asueto. Los sábados se hacía en ella la misa a la que todo el personal estaba obligado a asistir.
Un edificio, con muchas más comodidades que las de la tropa, estaba destinado a Residencia de Oficiales. En él, atendidos por soldados de reemplazo, los militares profesionales que no disponían de otro domicilio disfrutaban de todos los servicios de un hotel.
El centro de reunión para los soldados, una vez acabadas las obligaciones del día, era la cantina, también llamada Hogar del Soldado. Como la calidad de la comida que servían en el comedor era escasa, cuando los recursos económicos lo permitían, nos juntábamos el grupo de catalanes, once, del mismo reemplazo y tomando algún tentempié charlábamos y mitigábamos nuestra añoranza.
Aprovechando que, en el ejército gracias a los soldados, se disponía de mano de obra barata se habían construido unas magnificas piscinas de las que disfrutábamos, sobre todo, los fines de semana.
En ese entorno discurrieron los primeros veinte días de vida militar que, por lo menos en mi caso, sirvieron para que descubriese como, en nombre de la patria, se podían vejar y pisotear los derechos de las personas de la forma más impune. El insulto y el menosprecio eran frecuentes en el lenguaje de muchos militares profesionales. Pero lo peor era ver como soldados que, al igual que el resto de los que estábamos allí habían dejado casa y familia, obligados a cumplir con aquella pantomima, se contagiaban y hacían la vida imposible a los llegados en reemplazos posteriores.
Santa Cruz de Tenerife tampoco fue, por lo menos en la primera visita, lo más parecido a la imagen turística que se tiene de las islas. Era una ciudad pequeña con el trasiego propio de una ciudad portuaria. De la Plaza de España, situada en el puerto, partían en forma radial las principales calles. El mayor atractivo, en mi opinión, era el Parque Municipal, en el que una gran arboleda de las más diversas especies, invitaba al paseo y la relajación.

Parque Municipal de Santa cruz de Tenerife
Para disfrutar de la playa había que desplazarse hasta la de Las Teresitas a unos ocho kilómetros. Era el primer sitio que vimos que se ajustaba un poco al reclamo turístico aunque fuese de forma artificial.
Para conseguir un entorno que recordase a los países caribeños, la tierra, de origen volcánico tradicionalmente negra, se había cubierto con un manto de fina y dorada arena traida desde el desierto del Sahara y también se habían plantado algunas palmeras.



Playa de Las Teresitas
Tengo que agradecer que Santa Cruz dispusiese, ya en aquellos tiempos, de un hospital con garantías. Una apendicitis con perforación incluida fue el motivo de que me tuviesen que intervenir con urgencia. Aunque podía haber prolongado más mi estancia en él procuré que mi paso, por el Hospital Militar, se alargase lo menos posible. A los catorce días pedí al capitán Castaños, cirujano y una excelente persona (Rara Avis en aquel entorno), que me diese el alta para volver de nuevo a Hoya Fría.
La hospitalización fue una experiencia negativa, no solo por la enfermedad, sino porque pude comprobar que aun en un trance como ese no dejaban de recordarte que aquello era el ejército y que antes que un enfermo eras un soldado.
También hubo una parte positiva y cuando abandoné el hospital lo hice convencido de que, si había superado aquello, ni los militares ni sus entupidas ordenanzas iban a poder conmigo.
 
No quiero que estas páginas, dedicadas a mi estancia en Tenerife, dejen en quien las lea una idea equivocada sobre esta isla. Pude comprobar, de forma breve pero suficiente para que siempre haya guardado un buen recuerdo de ellos, que al margen de esos paisajes en los que se desarrolló mi vida en el ejército, había otros que si se ajustaban a la fama que les precedían:
San Cristóbal de La Laguna, embrión de la Universidad Canaria era, sin duda seguirá siendo, una ciudad llena de encanto. Tiene una pequeña Catedral y una ermita donde se venera el Cristo de La Laguna amén de otras iglesias que complementan su patrimonio religioso.
Sus edificios coloniales le dan un aire señorial y su tranquilidad solo se veía alterada por el ir y venir de los estudiantes y los militares que salíamos a pasear en las horas de permiso. Me gustaba recorrer aquellas calles arboladas de La Laguna aunque, con ello, sintiese una terrible añoranza de las tardes otoñales de Mataró.
Una excursión por la isla me descubrió su verdadera belleza:

La Oratava

Las inmensas plantaciones de plátanos en el Valle de La Orotava y ésa bella ciudad, celebrando el Corpus, adornada con alfombras, hechas con tierras del Teide, artísticamente decoradas con preciosos dibujos.
Rincones como las Cañadas del Teide, con ese colosal volcán dominando la isla.
Icod de los Vinos y su Drago milenario.
El Puerto de la Cruz, que apuntaba ya como el gran centro turístico que es hoy día.
Vistos desde el autobús, me sorprendían aquellos pequeños pueblos blancos que parecían despeñarse laderas abajo, como si quisieran sumergirse en las azules aguas del océano.
Paisajes, todos ellos hermosos y agradables, para contrarrestar la amargura de algunos de los peores paisajes de mi vida, los de mi estancia en el ejército.