He vuelto, como cada 16 de julio, al Santuario de
la Virgen del Carmen. Durante los oficios religiosos, los ojos de la Patrona y
los míos se han encontrado en muchos momentos. En algún instante he creído ver
que me sonreía y eso ha aliviado mi melancolía (“Según te mire la Virgen, así
te irán las cosas”).
La misa ha terminado y la imagen, a hombros de los
fieles, ha iniciado el camino hacia el Monte Carmelo. Yo espero a que la
iglesia quede desierta para abandonarla.
Desde la
puerta, un hombre con el cabello cano, me sonríe. Se trata de Raúl, unos años
mayor que yo y al que conozco desde siempre. Fue el encargado del pequeño
astillero de mi padre y estuvo con él hasta que cerró el negocio. Es un hombre
cabal que siempre me ofreció amistad y respeto. Estuvo casado, aunque tuvo un
matrimonio poco feliz. Su mujer, Flor, más dada a rumbear que a llevar una
casa, lo abandonó a los pocos años de estar casados, según decía, por su
carácter serio y poco ambicioso. Durante unos
carnavales, Flor, conoció a un empresario de Medellín y se fue con él.
Cuentan que cuando a éste se le pasó el capricho la echó de casa y que la mujer
había recalado en Cartagena de Indias donde se dedicaba a la prostitución.
Quizás porque no llegó a ser padre, Raúl siempre
trató a mi hijo como si fuese el que él no tuvo. Jugaba con él, le regalaba
juguetes y le gustaba estar al tanto de cómo progresaba en sus estudios.
Nunca me ha insinuado nada pero yo se que está
enamorado de mi. Desde que mi hijo empezó en la Universidad hemos salido juntos
a menudo. En alguna ocasión hemos ido a merendar al Balneario de Sabanilla en el
cual ya no estaba su antiguo director, Santiago, que dejó el empleo para
cumplir su sueño de conseguir otras metas en España.
No sé lo que nos deparará el destino (quizás deba volver a mirar los ojos de la
Virgen para saber sobre ello) pero Raúl y yo nos encontramos bien juntos y, aunque
los dos sabemos que nunca le querré de la misma forma que él me quiere a mí, no
descarto pasar la última etapa de mi vida en su compañía.
La hegemonía de que en otro tiempo disfrutó Puerto Colombia, en el tráfico marítimo de la
zona, se ha ido perdiendo en favor de Barranquilla. Las obras de ampliación en
el puerto de la capital van desviado hacia él toda la actividad portuaria.
El que en su día llenó de orgullo a los porteños, por
ser el muelle más largo de Suramérica, languidece falto de movimiento. Las
humeantes locomotoras que circulaban por él, buscando el mar, ya son solamente
un recuerdo y los pabellones que antaño albergaban las mercancías presentan en muchos
casos un aspecto ruinoso y fantasmagórico.
El tren que
unía Puerto Colombia y Barranquilla es ya historia como lo es, tristemente, el
ferrocarril en Colombia.
Pero los porteños somos como el Ave Fénix, sabemos
sufrir y renacer de nuestras cenizas. Sentimos y amamos la vida y algunas
veces, como es mi caso, pagamos por ello. Pero quizás por eso también, vivimos
historias como la que les acabo de contar y disfrutamos intensamente de lo que
tenemos en cada momento.
Me llamo Yanira,
mujer, amante y madre; he vivido el milagro de conocer y disfrutar de
algo tan bello como es el amor.
Nací y resido en Puerto Colombia, lugar que también
tuvo su propio milagro con unos años de gran auge económico. Una imagen
religiosa, olvidada en la penumbra de un almacén, vio la luz coincidiendo con
los mejores momentos de la ciudad. Los porteños hicieron de ella su patrona y
olvidan cualquier pena cuando se trata de festejar a su Virgen del Carmen.
“Según te mire la Virgen, así te irán las cosas”
Yo estoy segura que la Virgen nos mirará bien y
velará por el futuro de Puerto Colombia y ¿cómo no? también por el mío.
Matías Ortega Carmona