Puerto
Colombia era una caldera en ebullición ya que, además de los eventos previstos para la inauguración,
también se celebraban en esas fechas algunos de los actos más importantes del
Carnaval. Estas tradicionales fiestas
están tan enraizadas en la ciudad y el ánimo de los porteños que puede
afirmarse que no sabrían vivir sin ellas. Viven y apuran cada uno de los
eventos mientras piensan ya en los del año siguiente.
Los
actos que daban inicio al Carnaval arrancaron el domingo 16 de enero y se
alargarían hasta el 8 de marzo. El desfile de los miembros de las agrupaciones
y entidades que participaban en los festejos fue la primera manifestación
festiva. Se procedió a continuación a la lectura del bando y a la coronación de la
Reina del Carnaval, previamente elegida
por las Autoridades Locales y los responsables de Centros Oficiales de la ciudad.
En
las siguientes semanas, los sábados, cientos de jóvenes porteñas tratarían de
alcanzar el sueño de convertirse en la Reina Popular de las fiestas del
Puerto. En esta ocasión la elección la
llevaría a cabo un jurado del que formarían parte representantes de las
comparsas participantes y otros miembros designados por las entidades comerciales y de hostelería.
Yanira
estaba entre las más firmes candidatas a ser la Reina Popular. Se trataba de
una mujer esplendida, alta, morena, con un cuerpo bien torneado y unas caderas
que producían vértigo cuando se movían rumbeando o siguiendo el ritmo de la cumbia.
Sabía que ser hermosa era importante pero también que eso solo no bastaba. Para
ser la elegida además de cautivar al
jurado con su belleza y sus mejores galas también debía derrochar simpatía y
sobre todo ser quien mejor se moviese al son de la música.
En
el último año había acudido regularmente a clases de baile y huía de cualquier
tentación gastronómica que pudiese alterar la esbeltez de su cuerpo. Todo sacrificio valía la pena si con ello
conseguía ser durante unos días la más
popular de las porteñas. Vivir esa experiencia sería algo inolvidable para ella
pero además la haría sentirse más cerca de su madre al conseguir algo que ésta
había protagonizado años atrás. Que madre e hija consiguiesen ser la figura más
popular del carnaval no era algo habitual en Puerto Colombia.
Samuel
Leví Guzmán había nacido en Toledo, la ciudad española llamada de las tres
culturas. Hacía honor a ese dicho ya que su progenitor era judío, Teresa, su
madre, española y no faltaba en la familia algún pariente con raíces agarenas.
Daniel,
su padre, descendiente de aquellos judíos a los que en su día expulsaron de España
los Reyes Católicos, había vuelto a la ciudad castellana queriendo conocer todo
lo que de ella le habían contado. Recuerdos que sus antepasados habían mantenidos
vivos de generación en generación.
Daniel,
vendió el negocio que heredó de sus padres en Tel Aviv para viajar a Toledo y
una vez allí se instaló en un local de la judería en el cual retomó su
profesión de comerciante.
No
faltaba nada en su tienda de lo que pudiese apetecer a la multitud de turistas
que diariamente visitan la capital manchega y no quieren abandonarla sin algún
recuerdo de la misma. Cerámicas de la cercana Talavera, el prestigioso acero
toledano en forma de dagas y espadas, cuero repujado, los más bellos
damasquinados y productos de de la variada gastronomía de la región como
quesos, vinos, mazapanes y ese tesoro hecho flor, en los campos de La Mancha,
como es el azafrán.
Teresa
Guzmán Salvatierra, una joven toledana aficionada al arte y la historia,
trabajaba como guía turística mostrando a los visitantes la belleza y secretos
de su ciudad. Un día que acompañaba a un grupo de turistas por las calles de la
Judería coincidió que éstos escogieron la tienda de Daniel para comprar sus
recuerdos. Mientras los turistas miraban y decidían lo que querían comprar, la
guía y el comerciante entablaron una animada charla. A partir de entonces las
visitas con los grupos se hicieron frecuentes. Teresa y Daniel simpatizaron
rápidamente y en poco tiempo esa amistad
se convirtió en un amor que los llevó al matrimonio.
Samuel
creció en un ambiente acomodado, heredó de sus padres el gusto por el arte y la
historia y recorriendo las calles de Toledo se enamoró de la variedad y belleza
de sus edificios, llegando a sentir pasión por la arquitectura. A nada condujo
la insistencia de su padre para que siguiese la tradición familiar y continuase
con el negocio. Sus progenitores, viendo cual era la vocación de su hijo, le
apoyaron para que llegase a ser
arquitecto, profesión en la que pronto destacó.