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Puesta de sol en Canarias (Foto de Loli Agea) |
HISTORIAS
DE HOSPITAL
Capitulo
2
Hospital
Militar de Tenerife
Hablaba en el
capitulo anterior de mi paso por distintos hospitales y dejaba constancia de
querer, por encima del dolor derivado de la enfermedad o algún mal trato
recibido por algunas personas de esos centros, resaltar los detalles positivos
de esas experiencias que al final son los que perduran en el recuerdo.
Desde mi infancia,
yo, había destacado por mi avaricia en coger cualquier virus (recurro a ese
vocablo tan de moda en la actualidad aunque entonces las enfermedades tenían nombres tan
pintorescos como cólico miserere, una cosa mala, etc.) que estuviese en el
ambiente. La verdad es que si lo cuantificasen en datos económicos, las
atenciones médicas que he recibido a lo largo de mi vida, bien podría
achacárseme el haber contribuido de forma activa a fomentar el déficit en la
sanidad pública. Por otra parte y mirándolo en positivo, puedo congratularme de
haber proporcionado a la ciencia horas de estudio e investigación (si no
estudiaban o investigaban era porque no querían) para descubrir y tratar mis
males que bien pueden haber sido los de más personas. Vaya pues lo uno por lo otro.
Vegetaciones, en dos
ocasiones, y las anginas llenas de pus, me habían hecho someterme a intervenciones
quirúrgicas antes de cumplir los nueve años. Recuerdo que para quitarme estas
últimas me colocaron un aparato en la boca que me impedía cerrar la misma. Me
sentaron en un sillón reclinable, tipo barbero, y el otorrino, un médico
polivalente con fama de carnicero, introdujo una herramienta parecida a una
tenaza con la que seccionó las glándulas. La anestesia no debía de haber hecho
mucho efecto, mientras me estaba interviniendo, porque lo recuerdo todo y vine a quedarme
dormido cuando me bajaron del taxi, ya en casa. Nada que ver con la forma y los
cuidados que rodean este tipo de intervenciones en la actualidad. Como todo
tiene su parte positiva, la extracción de amígdalas hizo (puede resultar
curioso leer esto hoy) que por primera vez, quizás porque el médico tuvo a bien
recomendarlo, se comprasen helados en una casa en la que eso quedaba cercano al
despilfarro económico. Seguramente para
cualquier niño de ahora, acostumbrado a ver estos productos en la nevera de
casa, resultará chocante esta historia de los helados en el trance de una
operación que en aquellos días se realizaba de un modo algo salvaje.
Dicen, yo lo creo,
aunque no exactamente en su sentido religioso, que somos un espíritu alojado en
un cuerpo y pienso que en esto también hay clases. Como en los automóviles, a
mí alma le tocó (espero encontrar un día al repartidor de cuerpos) un
utilitario de bajas prestaciones susceptible de tener las más variadas y
diversas averías. Aun así voy trampeando y reforzando mi ánimo para que no se resienta
ante las adversidades.
Mi primera
experiencia hospitalaria grave tuvo lugar en Santa Cruz de Tenerife. El Estado
había tenido a bien enviarme a las Islas Canarias para hacer de mí un soldado.
He de reconocer que, seguramente por mi poca disposición a ello, el intento
resultó un fracaso. El ejército y yo nunca resultamos demasiado compatibles y a
pesar de que me licencié como Cabo Primero mi única meta al ascender fue la de
vivir mejor. En ningún momento el ardor guerrero caló en mi interior y a ello contribuyó de manera decisiva mi paso por
el Hospital Militar de Tenerife.
Llevaría unos dos
meses en el CIR de Hoya Fría cuando me sobrevino una peritonitis que caso de
haberme sucedido en mi siguiente destino, Arrecife de Lanzarote donde no había
ningún hospital, y ser atendido con la poca diligencia que lo hicieron en el
campamento podía haber tenido
consecuencias irreparables. Desde que me empezó el cólico hasta que me enviaron
al Hospital pasaron ocho largas horas en las que me atendieron los sanitarios
(ignoro hasta que punto estaban cualificados para recibir ese nombre) del Dispensario médico. En ese tiempo, además de
administrarme calmantes, hasta se les ocurrió darme una copa de ginebra que,
según ellos, era buena para el “dolor de barriga”. El médico, un Alférez de
milicias, al que habían avisado varias veces llegó, ataviado con su equipo de
tenista incluida la raqueta, cuando terminó con el importante partido de tenis
que le mantenía ocupado. No necesitó demasiado tiempo para ver que la cosa era
grave y ordenó mi traslado en ambulancia hasta Santa Cruz.
El Hospital Militar
era un edificio antiguo, de grandes dimensiones y bastante destartalado por el
paso del tiempo. Fue derruido en febrero de 2002 y en la actualidad, después de
su rehabilitación, se ha convertido en un Centro Socio-Sanitario. La verdad es
que no me produce ninguna nostalgia la desaparición de ese centro.
Me ingresaron en la
Sala de Cirugía donde me diagnosticaron una perforación de apendicitis que
había que operar rápidamente. Aun así hubo tiempo para que me sacasen
sangre, me rasuraran desde el pecho hasta las ingles, no les iba de un palmo, y
poder darme una gratificante ducha, la primera con lo más parecido a agua
normal desde que había llegado a Canarias (en el CIR, aunque se suponía que el
agua pasaba por una planta desaladora, la
sensación al ducharse e incluso al beber era que lo hacías con agua de mar).
El quirófano estaba
anexo a la Sala de Cirugía por lo que no tuve que andar demasiado para llegar a
él por mi propio pie. Cuando entré estaba allí un sacerdote, días más tarde me
enteré que tenía la graduación de capitán, que me recibió sonriente intentando
tranquilizarme para que afrontase la operación con mayor ánimo. Mientras me
preguntaba de donde era y cosas por el estilo, la anestesia fue haciendo efecto
y la cara de aquel capellán, entrado en años, fue lo último que vi antes de
quedarme dormido. Que distinto en el trato, aquel religioso, de su colega Sor Luisa
la Jefa de la Sala de Cirugía a la que conocí cuando desperté de la anestesia. Aquella
mujer, nunca tenía una palabra amable para los enfermos y su mal genio la llevó
en un par de ocasiones (mientras yo estuve allí) a ordenar retirar el
desayuno porque, según ella, los
pacientes demostraban poco apetito al no apresurarse a sentarse a las mesas, situadas
en el centro de la sala, donde se
depositaban las bandejas con los alimentos. Era necesario estar muy mal para
que aquella bruja permitiese que algún compañero te acercase algo del desayuno
a la cama.
Me operó el Capitán
Castaños, un cirujano con buena fama y extrañamente amable para estar en aquel
entorno. Eso, sin duda, contribuyó a hacer más llevadero mi paso por el
hospital. Como le había comentado que yo era carpintero me pidió que, cuando me
encontrase bien para hacerlo, le colocase una cortina y unas estanterías en su
despacho. Después de hacerlo me dijo que si no quería el alta él no me la daría
hasta que se lo pidiese. Podía estar así, en el
hospital, para salir con el tiempo justo de jurar bandera e irme para
casa. En esa situación estaban varios compañeros que hacían de improvisados
enfermeros y dependían directamente de lo que tuviese a bien ordenar Sor Luisa.
El ambiente del
hospital me deprimía aun más que el del campamento y dos semanas en aquel lugar
fueron suficientes para reponerme de la operación y mentalizarme de que una vez
superado aquel mal trance, ni los militares , ni el ejército iban a poder
conmigo. Por ello, agradecí su oferta al Capitán Castaños y le pedí que me
diese el alta para poder jurar bandera con mis compañeros de reemplazo.
Siempre he pensado
que cuando las cosas vienen mal, tarde o temprano, han de ir a mejor y también
en aquella ocasión esa regla se confirmó:
Recuerdo con cariño y
mucho agradecimiento a Isabel, una joven tinerfeña que, durante ocho o nueve
días, contribuyó a hacer más llevaderas
aquellas tardes de hospital. Era hermana de un compañero canario ingresado en
la misma sala, unos días después que yo, y desde que lo visitó por primera vez
se interesó por mi estado y fue un bálsamo para mitigar la soledad que me
embargaba en aquellos momentos.
Isabel sentía mucha
curiosidad, después descubriría que eso era algo bastante común, sobre todo en
las mujeres isleñas, por saber cosas de la España peninsular y se pasaba el
tiempo conversando conmigo, cosa que yo agradecía profundamente. Ninguna tarde
se olvidaba de traer para mí también,
como hacía con su hermano, algún zumo o galletas pero lo mejor de todo
era, que estando tan lejos de casa y de mis seres queridos, había alguien que
venía a verme como si formase parte de su familia. Ella fue, puede decirse así,
mi hada madrina y con su dulce sonrisa trajo la luz a
aquellos negros días de hospital.
Una mañana, sin
previo aviso, me dieron el alta y me trasladaran de nuevo a Hoya Fría sin que
pudiese despedirme de ella (tampoco de su hermano al que le estaban realizando
unas pruebas) y agradecerle las atenciones que tuvo conmigo. Nunca más volví a
saber nada de ella pero siempre he mantenido vivo el recuerdo de aquella muchacha canaria que en tan pocos
días dejó en mí una profunda huella.
Ciertamente la oscuridad,
que acompaña al tiempo en que la enfermedad nos acecha, es ahuyentada por esas
Blancas Sonrisas que también viven en los hospitales.