viernes, 19 de octubre de 2012

HISTORIAS DE HOSPITAL - 2ª PARTE






Puesta de sol en Canarias  (Foto de Loli Agea)

HISTORIAS DE HOSPITAL

Capitulo 2

Hospital Militar de Tenerife

Hablaba en el capitulo anterior de mi paso por distintos hospitales y dejaba constancia de querer, por encima del dolor derivado de la enfermedad o algún mal trato recibido por algunas personas de esos centros, resaltar los detalles positivos de esas experiencias que al final son los que perduran en el recuerdo.

Desde mi infancia, yo, había destacado por mi avaricia en coger cualquier virus (recurro a ese vocablo tan de moda en la actualidad aunque entonces  las enfermedades tenían nombres tan pintorescos como cólico miserere, una cosa mala, etc.) que estuviese en el ambiente. La verdad es que si lo cuantificasen en datos económicos, las atenciones médicas que he recibido a lo largo de mi vida, bien podría achacárseme el haber contribuido de forma activa a fomentar el déficit en la sanidad pública. Por otra parte y mirándolo en positivo, puedo congratularme de haber proporcionado a la ciencia horas de estudio e investigación (si no estudiaban o investigaban era porque no querían) para descubrir y tratar mis males que bien pueden haber sido los de más  personas. Vaya pues lo uno por lo otro.
Vegetaciones, en dos ocasiones, y las anginas llenas de pus, me habían hecho someterme a intervenciones quirúrgicas antes de cumplir los nueve años. Recuerdo que para quitarme estas últimas me colocaron un aparato en la boca que me impedía cerrar la misma. Me sentaron en un sillón reclinable, tipo barbero, y el otorrino, un médico polivalente con fama de carnicero, introdujo una herramienta parecida a una tenaza con la que seccionó las glándulas. La anestesia no debía de haber hecho mucho efecto, mientras me estaba interviniendo,  porque lo recuerdo todo y vine a quedarme dormido cuando me bajaron del taxi, ya en casa. Nada que ver con la forma y los cuidados que rodean este tipo de intervenciones en la actualidad. Como todo tiene su parte positiva, la extracción de amígdalas hizo (puede resultar curioso leer esto hoy) que por primera vez, quizás porque el médico tuvo a bien recomendarlo, se comprasen helados en una casa en la que eso quedaba cercano al despilfarro económico.  Seguramente para cualquier niño de ahora, acostumbrado a ver estos productos en la nevera de casa, resultará chocante esta historia de los helados en el trance de una operación que en aquellos días se realizaba de un modo algo salvaje.

Dicen, yo lo creo, aunque no exactamente en su sentido religioso, que somos un espíritu alojado en un cuerpo y pienso que en esto también hay clases. Como en los automóviles, a mí alma le tocó (espero encontrar un día al repartidor de cuerpos) un utilitario de bajas prestaciones susceptible de tener las más variadas y diversas averías. Aun así voy trampeando y reforzando mi ánimo para que no se resienta  ante las adversidades.

Mi primera experiencia hospitalaria grave tuvo lugar en Santa Cruz de Tenerife. El Estado había tenido a bien enviarme a las Islas Canarias para hacer de mí un soldado. He de reconocer que, seguramente por mi poca disposición a ello, el intento resultó un fracaso. El ejército y yo nunca resultamos demasiado compatibles y a pesar de que me licencié como Cabo Primero mi única meta al ascender fue la de vivir mejor. En ningún momento el ardor guerrero caló en mi interior y a  ello contribuyó de manera decisiva mi paso por el Hospital Militar de Tenerife.

Llevaría unos dos meses en el CIR de Hoya Fría cuando me sobrevino una peritonitis que caso de haberme sucedido en mi siguiente destino, Arrecife de Lanzarote donde no había ningún hospital, y ser atendido con la poca diligencia que lo hicieron en el campamento  podía haber tenido consecuencias irreparables. Desde que me empezó el cólico hasta que me enviaron al Hospital pasaron ocho largas horas en las que me atendieron los sanitarios (ignoro hasta que punto estaban cualificados para recibir ese nombre) del  Dispensario médico. En ese tiempo, además de administrarme calmantes, hasta se les ocurrió darme una copa de ginebra que, según ellos, era buena para el “dolor de barriga”. El médico, un Alférez de milicias, al que habían avisado varias veces llegó, ataviado con su equipo de tenista incluida la raqueta, cuando terminó con el importante partido de tenis que le mantenía ocupado. No necesitó demasiado tiempo para ver que la cosa era grave y ordenó mi traslado en ambulancia hasta Santa Cruz.

El Hospital Militar era un edificio antiguo, de grandes dimensiones y bastante destartalado por el paso del tiempo. Fue derruido en febrero de 2002 y en la actualidad, después de su rehabilitación, se ha convertido en un Centro Socio-Sanitario. La verdad es que no me produce ninguna nostalgia la desaparición de ese centro.
Me ingresaron en la Sala de Cirugía donde me diagnosticaron una perforación de apendicitis que había que operar rápidamente.   Aun así hubo tiempo para que me sacasen sangre, me rasuraran desde el pecho hasta las ingles, no les iba de un palmo, y poder darme una gratificante ducha, la primera con lo más parecido a agua normal desde que había llegado a Canarias (en el CIR, aunque se suponía que el agua pasaba por una planta desaladora,  la sensación al ducharse e incluso al beber era que lo hacías con agua de mar).

El quirófano estaba anexo a la Sala de Cirugía por lo que no tuve que andar demasiado para llegar a él por mi propio pie. Cuando entré estaba allí un sacerdote, días más tarde me enteré que tenía la graduación de capitán, que me recibió sonriente intentando tranquilizarme para que afrontase la operación con mayor ánimo. Mientras me preguntaba de donde era y cosas por el estilo, la anestesia fue haciendo efecto y la cara de aquel capellán, entrado en años, fue lo último que vi antes de quedarme dormido. Que distinto en el trato, aquel religioso, de su colega Sor Luisa la Jefa de la Sala de Cirugía a la que conocí cuando desperté de la anestesia. Aquella mujer, nunca tenía una palabra amable para los enfermos y su mal genio la llevó en un par de ocasiones (mientras yo estuve allí) a ordenar retirar el desayuno   porque, según ella, los pacientes demostraban poco apetito al no apresurarse a sentarse a las mesas, situadas en el centro de la sala, donde  se depositaban las bandejas con los alimentos. Era necesario estar muy mal para que aquella bruja permitiese que algún compañero te acercase algo del desayuno a la cama.

Me operó el Capitán Castaños, un cirujano con buena fama y extrañamente amable para estar en aquel entorno. Eso, sin duda, contribuyó a hacer más llevadero mi paso por el hospital. Como le había comentado que yo era carpintero me pidió que, cuando me encontrase bien para hacerlo, le colocase una cortina y unas estanterías en su despacho. Después de hacerlo me dijo que si no quería el alta él no me la daría hasta que se lo pidiese. Podía estar así, en el  hospital, para salir con el tiempo justo de jurar bandera e irme para casa. En esa situación estaban varios compañeros que hacían de improvisados enfermeros y dependían directamente de lo que tuviese a bien ordenar Sor Luisa.
El ambiente del hospital me deprimía aun más que el del campamento y dos semanas en aquel lugar fueron suficientes para reponerme de la operación y mentalizarme de que una vez superado aquel mal trance, ni los militares , ni el ejército iban a poder conmigo. Por ello, agradecí su oferta al Capitán Castaños y le pedí que me diese el alta para poder jurar bandera con mis compañeros de reemplazo.

Siempre he pensado que cuando las cosas vienen mal, tarde o temprano, han de ir a mejor y también en aquella ocasión esa regla se confirmó:
Recuerdo con cariño y mucho agradecimiento a Isabel, una joven tinerfeña que, durante ocho o nueve días,  contribuyó a hacer más llevaderas aquellas tardes de hospital. Era hermana de un compañero canario ingresado en la misma sala, unos días después que yo, y desde que lo visitó por primera vez se interesó por mi estado y fue un bálsamo para mitigar la soledad que me embargaba en aquellos momentos.
Isabel sentía mucha curiosidad, después descubriría que eso era algo bastante común, sobre todo en las mujeres isleñas, por saber cosas de la España peninsular y se pasaba el tiempo conversando conmigo, cosa que yo agradecía profundamente. Ninguna tarde se olvidaba de traer para mí también,  como hacía con su hermano, algún zumo o galletas pero lo mejor de todo era, que estando tan lejos de casa y de mis seres queridos, había alguien que venía a verme como si formase parte de su familia. Ella fue, puede decirse así, mi hada madrina y con su dulce sonrisa trajo la luz  a  aquellos negros días de hospital.

Una mañana, sin previo aviso, me dieron el alta y me trasladaran de nuevo a Hoya Fría sin que pudiese despedirme de ella (tampoco de su hermano al que le estaban realizando unas pruebas) y agradecerle las atenciones que tuvo conmigo. Nunca más volví a saber nada de ella pero siempre he mantenido vivo el recuerdo  de aquella muchacha canaria que en tan pocos días dejó en mí una profunda huella.

Ciertamente la oscuridad, que acompaña al tiempo en que la enfermedad nos acecha, es ahuyentada por esas Blancas Sonrisas que también viven en los hospitales.

1 comentario:

  1. CREO SIN TEMOR A EQUIVOCARME QUE DENTRO DE LO SERIO QUE PARECE EL TEMA ,EXISTE CIERTO HUMOR ,QUE SUAVIZA Y HACE MUY AGRADABLE Y HASTA CHISTOSO ESTE RELATO.
    MUY BUENAS DESCRIPCIONES DE PERSONAS,BUENAS,ALMAS BLANCAS,...Y OTRAS NO TAN.BUENAS QUE PODRÍAN LLEGAR A SER NEGRAS.
    CREO QUE TENEMOS MUCHO EN COMÚN EN CUANTO AL ROSARIO DE MALES.
    GRACIAS AMIGO ESCRITOR,COMO SIEMPRE ES UN PLACER LEERTE.
    BENDICIONES¡¡<3

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