Si
la mañana había sido pródiga en acontecimientos, los actos previstos para la
tarde iban a poner el digno colofón a tan fastuoso día. Estaba programado que a
las seis de la tarde, en el estadio anexo a la Plaza Principal, tuviese lugar la
elección de la reina Popular de las Fiestas, momento largamente anhelado por
todas las muchachas porteñas que aspiraban a esa designación.
Hasta
aquel lugar iban llegando riadas de personas que no querían perderse el evento.
Desfilando por el centro de las calles, que desembocan en la plaza, las
comparsas llenaban de colorido y estruendo las mismas.
Hombres y mujeres luciendo sus galas de carnaval y contoneándose al ritmo de las orquestas moliendo (tocando) porros, guarachas, ballenatos, salsas, cumbias y merengues.
Alegría aderezada con aguardiente de Antiquíssima, ron o la popular chicha, bien fría, para elevar el ánimo a lo más alto. Afortunadamente, para controlar a aquellos a los que el alcohol incita a cometer desmanes, la estación (cuartel) de la policía está a una manzana del estadio y siempre hay una dotación preparada para intervenir y restablecer un orden adecuado al espíritu festivo.
Son días en que se perdona casi todo y muchas parejas aprovechan el anonimato de la multitud para dar rienda a sus deseos de sexo fuera del matrimonio. Las infidelidades en Carnaval o bien no existen o se convierten en pecados veniales.
Hombres y mujeres luciendo sus galas de carnaval y contoneándose al ritmo de las orquestas moliendo (tocando) porros, guarachas, ballenatos, salsas, cumbias y merengues.
Alegría aderezada con aguardiente de Antiquíssima, ron o la popular chicha, bien fría, para elevar el ánimo a lo más alto. Afortunadamente, para controlar a aquellos a los que el alcohol incita a cometer desmanes, la estación (cuartel) de la policía está a una manzana del estadio y siempre hay una dotación preparada para intervenir y restablecer un orden adecuado al espíritu festivo.
Son días en que se perdona casi todo y muchas parejas aprovechan el anonimato de la multitud para dar rienda a sus deseos de sexo fuera del matrimonio. Las infidelidades en Carnaval o bien no existen o se convierten en pecados veniales.
El estadio es un clamor cuando aparecen las ocho
finalistas entre las que elegirá la reina Popular del Carnaval. Lucen, cada una
de ellas, diversas variantes del traje regional y a pesar de sus sonrisas no
pueden disimular los nervios que las atenazan. El camino ha sido largo, hasta
llegar aquí han tenido que mostrar sus aptitudes, bailando y alternando en
actos previos como la Rueda de la Cumbia, la Noche del Garabato o la Noche de
las Antorchas. Ahora solo cabe esperar el veredicto del Jurado, lágrimas de
felicidad para la ganadora y de tristeza o sana envidia en la mayoría de los
casos para sus competidoras.
Samuel, desde un palco reservado a autoridades, personalidades
e invitados, lo observaba todo con aire distraído. Si las cosas transcurrían
según lo previsto, en un par de meses regresaría a España o viajaría hasta otro
lugar en el cual su empresa le asignase un nuevo trabajo.
No le atraían en exceso este tipo de
manifestaciones festivas pero era una forma de hacer tiempo hasta la hora de
acudir al Ayuntamiento. Debía, como representante de su empresa, asistir a una
cena a la que acudirían el Gobernador Inocencio Chávez, el Obispo Orestes
Gaviría, y las autoridades locales, además de lo más representativo de la alta
sociedad de Puerto Colombia. No podía faltar en ese ágape la que en breves momentos
iba a ser elegida como la figura más popular del Carnaval, su Reina.
Yanira no podía contener el llanto mientras su
antecesora la coronaba, hasta el siguiente carnaval, como la mujer más popular
de Puerto Colombia. Recordó, en ese momento, más que nunca, a su madre que la
había precedido veinte años atrás en esa ceremonia.
Su padre, Ramiro, que no había sido precisamente
quien más ilusión mostró por verla
subida en aquel escenario,
recordaba ahora en ella a la esposa
desaparecida. Se alegraba por su hija, pero sentía como el recuerdo de la mujer
que amaba y que la muerte le arrebató de forma tan temprana, le rasgaba el
corazón.
La joven estaba deslumbrante, una aparición, o al
menos así se lo pareció a Samuel. Llevaba un vestido largo, blanco y añil,
adornado en talle, mangas y bajos con llamativos volantes verdes y amarillos.
Un ceñido corpiño, mostraba de manera generosa, unos bellos y turgentes senos que parecían querer escapar del mismo.
Sus ojos negros, de mirada profunda, aun humedecidos por las lagrimas, pensó el
joven arquitecto, bien podían ser un mar
en el que sumergirse en pos de los más sensuales deseos.
Sin saber porqué le vino a la memoria la imagen de
la Virgen, que él había visto por primera vez en la mañana; dos rostros hermosos,
ambos con tintes de melancolía y misterio, solo que éste, el de Yanira, era
real. Samuel aún no lo sabía, pero la
Virgen y la muchacha iban a estar presentes en su futuro más inmediato.