¿Pasado o futuro?
Irene, si es
que alguna vez había salido, volvía a entrar en la vida de Luisa y lo hacía
valiéndose de Fernando, aquel hombre misterioso, motivo de su inquietud y
desasosiego, que había conocido en la biblioteca de la Universidad donde ella
trabajaba. No se había percatado al principio pero, ahora, todos sus gestos y
su mirada se la recordaban.
Abandonaron el Campus Universitario al acabar
la manifestación silenciosa, en homenaje a las víctimas del atentado. La
biblioteca estaba cerrada, en señal de duelo, y las clases se habían suspendido
por el mismo motivo.
Dirigieron sus pasos hasta la zona del llamado
Madrid de los Austrias. No hubo acuerdo previo, pero los dos sabían que querían
ir hacia aquel lugar. Luisa no había
vuelto por allí desde que acabó su relación con Irene. Las dos, aficionadas a
la lectura y al arte, gustaban de recorrer esas callejuelas que van desde la Plaza
Mayor hasta el Palacio Real. En sus tiendas de antigüedades habían comprado la medalla
y estilográfica que se regalaron mutuamente y en las viejas librerías
encontraban aquellos libros antiguos que alimentaban su espíritu. Su hambre la
saciaban en alguno de los pintorescos mesones en los que de pronto, pensaban,
podía aparecer el mismísimo Luis Candelas. No se cansaban de admirar los viejos
palacios con sus fachadas blasonadas que construyó la nobleza, mucho tiempo
atrás, para estar cerca de sus reyes. El final de su paseo era siempre el
mismo, Los Jardines del Campo del Moro.
Como otras parejas, ellas también buscaban
rincones perdidos donde dar rienda suelta a sus confidencias y prodigarse las
caricias que demandaban sus corazones enamorados. La belleza y paz del entorno
las hacía sentirse en un mundo que parecía haberse hecho sólo para ellas. Claro
está que, desde entonces, había pasado mucho tiempo y también muchas cosas. Al
pasar por delante del Palacio de Santa Cruz, la otrora antigua prisión y hoy
sede del Ministerio de Asuntos Exteriores,
donde se guardan los mayores secretos de la diplomacia española, pensó
que quizás ella también había estado prisionera de los recuerdos que le dejó
Irene y de aquel secreto ahora desvelado.
Habían caminado en silencio, Luisa sumida en
sus recuerdos y Fernando reviviendo un camino que sólo existía en sus
pensamientos. Ninguno sabía desde cuando, pero hacía mucho rato que sus manos
se habían entrelazado. La mano de Fernando era suave, de largos dedos, y
oprimía la suya con calidez. Luisa lo miró y un escalofrío recorrió su cuerpo.
Recorrieron los jardines hasta hallar el lugar
donde las dos mujeres solían sentarse. Luisa sonrió, recordaba que acostumbraba
a decir a Irene que aquel paraje era tan bello porque ellas lo alimentaban con
su amor, pero era evidente qué, aun huérfano de esa pasión, aquel rincón
continuaba siendo muy hermoso.
Llegado el momento de las confidencias,
Fernando le contó que Irene, su madre, fue, en su juventud, una mujer soñadora
y romántica a la que pudo la ambición. Su afán por triunfar profesionalmente la
alejó de todo lo que había amado o sentido alguna vez, convirtiéndola en una
mujer despiadada (esa parte de la historia era bien sabida por Luisa). Entró en
un mundo en que sólo destacaban los hombres y lo hizo dispuesta a demostrar que
ella también podía hacerlo. Su carrera profesional pronto estuvo acompañada del
éxito, pero en su vida personal había un enorme vacío. Irene, antigua compañera y amante de Luisa,
decidió llenar ese vacío con un hijo y fruto de ello nació Fernando. Este nunca
supo quien era su padre e Irene jamás quiso contárselo, tampoco importaba
demasiado, porque Irene nunca habría compartido su hijo con nadie.
Cuando Fernando tenía diez años, Irene contrajo
una grave enfermedad que la obligó a abandonar su trabajo. Decidió dejar Madrid
e irse a vivir a una pequeña capital de provincia. Allí se dedicó por entero a
su hijo al que inculcó su afición por la lectura y el arte. Agobiada por la
enfermedad y presa de sus recuerdos explicaba a Fernando sus historias de
juventud, en las que los días de mayor felicidad correspondían a los de su
romance con Luisa. Fernando sintió, al conocerla, rechazo hacia esa relación, para acabar, más tarde,
convenciéndose de que algo que había hecho tan felices a dos personas no podía
ser malo. Estaba seguro que el amor, si de verdad existe, nunca puede ser
impuro.
A través de Irene fue conociendo a Luisa,
primero con curiosidad y, más tarde, esa curiosidad se convirtió en obsesión y
deseo por tenerla cerca. Así que cuando tuvo que empezar la carrera, cogió
aquel desvencijado tren que atravesando los desiertos páramos castellanos le
llevó de regreso a Madrid. Desconocía,
cuando tomó esa decisión, el paradero de la antigua amante de su madre quien,
cuando acabó su relación, borró cualquier rastro que la pudiese unir con Luisa.
Había conservado únicamente una vieja fotografía que, pensaba Fernando, no le sería de mucha ayuda,
pues la mujer debía de haber cambiado en todos esos años. La casualidad se alió
con él y, una tarde, cuando estaba preparando un trabajo en la biblioteca, oyó
como el conserje llamaba a Luisa y así,
como si el destino le empujase a ello, pudo conocerla.
Luisa se tumbó en su cama, acababa de regresar a casa después de un
día lleno de emociones. Era la primera vez que pasaba el día entero con
Fernando y eso había despertado en ella sensaciones que creía olvidadas. Fernando
no era el primer hombre con el que había tenido una relación, pero si era el único
del que podía enamorarse, o al menos así lo creía. Irene, sí había sido la
única mujer de su vida y hasta entonces también la única persona con la que
había compartido su amor. Definitivamente el pasado había vuelto y por su
cabeza desfilaban, como un torbellino, los recuerdos de sus días con Irene. Sentía
aún en sus labios los besos del muchacho, como su cuerpo se estremecía mientras
la acariciaba y se preguntaba si realmente el amor había vuelto a su vida, o,
era ella la que se agarraba con añoranza al pasado, inventando una pasión que
la alejase de su soledad.
Matías Ortega Carmona
Nota: Las fotografías que ilustran el texto
están sacadas de páginas de Internet.