Este relato lo escribí hace unas semanas cuando una amiga argentina, Mª del Carmen Perez, me comentó los actos que estaban preparando para el 25 de noviembre en la asociación Violencia Doméstica Coronel Suarez, de la que forma parte, con motivo del día en que se celebra la lucha contra la violencia de género.
Desde estas páginas mi homenaje a todas las mujeres maltratadas y mi solidaridad con todos aquellos que, individualmente o colectivamente luchan porque este mal sueño termine.
Quizás mañana
-
“Quizás mañana…”
Una
frase que repitió muchas veces a lo largo de su vida sin que ese mañana llegase
nunca. Muchos dirían que, Amalia, nació predestinada a tener una vida de pocas
alegrías y mucho sufrimiento aunque yo, que no creo en esos augurios, pienso
que fue una víctima más del maltrato que desde tiempos ancestrales ha
acompañado a las mujeres, incluso en los países más avanzados.
En
el caso de Amalia se daban todos los predicamentos para que su vida fuese un padecer
constante desde la cuna. Vino al mundo en el seno de una familia numerosa,
siendo la menor de cinco hermanos y la única mujer entre ellos. Su hogar, una
cueva horadada en la roca (hecha al parecer durante la dominación musulmana de la península),
situada en un entorno rural con grandes fincas de árboles frutales y algunas
tierras de labradío. Los propietarios de
este territorio, a los que los campesinos llamaban “señoritos”, eran algunos terratenientes
de la comarca que actuaban como señores feudales disponiendo de personas y
haciendas.
La
casa cueva estaba dividida en tres estancias; una en la que dormían sus padres,
otra que ocupaban sus hermanos y la tercera, que hacía las veces de cocina
comedor, donde en un rincón estiraban un
colchón relleno de perfolla de maíz, como todos los de la casa, en el que descansaba la muchacha .
Cuando
Amalia recordaba su niñez no encontraba un momento que no estuviese dedicado al
trabajo. En un hogar con cinco hombres el papel de las mujeres era atenderles y
a eso se dedicaban su madre y ella. Remover los colchones para que por la noche los hombres los
encontrasen más confortables, hacer las camas, limpiar, cocinar y zurcir la ropa eran sus tareas diarias, que nunca tenían un
mínimo gesto de reconocimiento por parte de nadie. De vez en cuando se producía
alguna queja que si era del padre venía
acompañada de algún golpe con el cinturón y si era de sus hermanos la
expresaban con algún improperio, aunque ellos nunca le pegaron.
Amalia
gustaba de ir a lavar la ropa. Lo hacía en un pequeño río que estaba a poca
distancia de donde vivían. Allí, mientras tendía la colada en los prados, se
sentía libre y dejaba volar su imaginación pensando en un futuro muy diferente
en el que ella sería una mujer amada y respetada por todos. Allí, mirando el agua correr, se preguntaba:
-
¿hacia dónde irá este río? ¿Por qué no seguir su cauce y encontrar un lugar
donde ser feliz?
Y
escuchó que su voz, como un suave
murmullo del viento, le respondía:
-“Quizás mañana…”
Tenía
catorce años cuando murió su padre y a pesar de que no recordaba de él una
caricia, o un gesto de cariño, ella le lloró como debe llorar una buena hija.
Se vistió de negro y guardó luto por
él. Y no se apenó por tener que
renunciar a fiestas, ni diversión alguna porque nunca las tuvo.
Su
luto duraría mucho tiempo pues, a los dos años de morir su padre, estalló la
guerra civil en la que dos de sus hermanos perdieron la vida. Una barbarie sin
sentido que sumió en una terrible tragedia la vida de los españoles.
Amelia
era una mujer de veintidós años cuando Adolfo se acercó a ella. Aparentaba
tener más edad y, sin ser una belleza, no merecía en absoluto el mote que la
acompañaba: La Fea. Feos, era un sobrenombre con el que alguien había bautizado
a sus antepasados y que acompañaría también a los descendientes, a menos que se
fuesen a vivir a otro lugar donde no conociesen su origen.
Se
sintió halagada de que Adolfo, un hombre serio, hijo de familia humilde pero
muy respetada en el lugar, se fijase en ella. Él, era de los pocos jóvenes de
aquellos contornos que sabía leer y hacer cuentas con soltura, mientras que
ella apenas distinguía una letra de otra y se tenía a si misma por muy poca
cosa. Vivían relativamente cerca y él empezó a visitarla con frecuencia. Pronto
vinieron los besos, las caricias y cuando él le pidió que se entregase, ella no
supo o no quiso decirle que no.
Cuando
tuvo su primera falta, Amalia, temió lo peor, pero la esperanza de que fuese
debido a algún trastorno y sobre todo el miedo a las habladurías la mantuvo callada.
Cuando al mes siguiente tampoco le vino la regla decidió contárselo a su novio.
Poco esperaba que la reacción de éste fuese la de oírle decir que no quería
saber nada del niño y tampoco de ella.
La trató de puta y alegó que, igual que se había dejado seducir por él, seguramente
también lo había hecho con otros.
Pasó
la noche llorando y cuando se levantó le explicó a su madre que estaba en cinta
y la conversación que había mantenido con su novio.
Las
dos mujeres, a instancia de la madre, se dirigieron hasta la casa en la que
Adolfo vivía con su familia. El perro ladró y Manuel, el padre de Adolfo, salió
de la casa y divisó a Amalia y Carmen, su madre, que se acercaban por el
camino. Se extrañó de una visita tan temprana, pues hacía poco que había amanecido,
e invitó a sus vecinas a pasar al interior, intuyendo que traían alguna mala noticia.
Adolfo
estaba sentado a un lado de la mesa y Amalia y su madre al otro. De pie, junto
a la chimenea en la que ardían unos troncos de leña cuyo crepitar era el único sonido
que rompía el tenso silencio, estaba Manuel. Él conocía a Amalia y a su familia
desde siempre, había visto crecer a la joven y no podía creer que mintiese
sobre su embarazo y sobre quién era el causante del mismo. Las casas donde
vivían las dos familias estaban en pleno campo, distanciadas una de otra y alejadas unos
kilómetros de las poblaciones más cercanas y, aunque habían otras familias dispersas por aquellas huertas, no eran
demasiados los hombres solteros, y nadie había visto a ninguno de ellos
en compañía de Amalia ni con intención de cortejarla. Aun así, su hijo, se
empeñaba en no reconocerse como autor de aquel embarazo y, aunque aceptaba
haber tenido relaciones con ella, mantenía su versión de que él no había sido
ni el primero, ni el único.
Adolfo
se levantó con intención de salir de la casa pero Manuel le detuvo, sujetándole
por el brazo, obligándole a sentarse de nuevo. Con voz grave y algo alterada le
dijo a su hijo que debía reparar aquella afrenta, casándose y haciéndose cargo
de aquella criatura que estaba en camino.
Dirigiéndose
a Carmen, propuso a la mujer ir aquel mismo día a ver al párroco y celebrar el
enlace rápidamente para evitar, en lo posible, tener a la muchacha en boca de
todos y que fuese la “comidilla” de las gentes de la huerta. Adolfo miraba a la
que pronto se iba a convertir en su esposa con los ojos encendidos de odio pero
aceptó, sin ninguna nueva objeción, lo que su padre le ordenaba.
El
día del enlace solo estaban en la iglesia, acompañando a los novios, los miembros
de las dos familias. En un banco los padres del novio, Manuel y María y las dos
hermanas, Lucía y Josefa y en otro la madre de la novia, Carmen y sus dos
hermanos, Luis y Julián.
Oficiada
la ceremonia, en la casa de la familia del novio, se sirvió un austero
banquete siendo la primera vez y también la última en que
coincidieron todos alrededor de una mesa. El ambiente era tan tenso que poco tenía que ver
con una celebración.
La
noche de bodas tampoco fue la que puede soñar cualquier mujer. La pareja se
había quedado, mientras encontraban otra vivienda, en casa de los padres de él.
Habían cambiado la cama que hasta entonces había usado Adolfo por una de
matrimonio y comprado una alfombra y una pequeña cómoda en la que Amalia guardó
su escaso ajuar.
Cuando
se retiraron a la alcoba Adolfo se desvistió sin mirarla y se tumbó en la cama;
al ir a costarse Amalia, él, la empujó diciéndole que el que le hubiesen
obligado a casarse con ella no la convertía en su mujer. La repudiada esposa se
estiró en la alfombra, tapándose con una manta y lloró la amargamente su
desdicha. Intentando mitigar sus
sollozos para que sus suegros y cuñadas no la oyesen, quería creer que aquello
era un enfado momentáneo de su marido por verse obligado a aquel matrimonio y
que se le pasaría. Como aquellas veces, cuando en el río lavaba la ropa y sus sueños la llevaban a
seguir el curso del agua hasta otro lugar donde podía ser feliz, en la
oscuridad de la noche, escuchó su voz que en un susurro le decía:
-
“Quizás mañana…”
Ese
mañana soñado no llegaría nunca en la vida de Amelia. Desde el momento en que
alumbró a su primer hijo sintió como el odio que su marido le profesaba a ella
alcanzaba también al niño. Las miradas que les lanzaba a ambos eran puñales que
la herían en lo más hondo de su corazón. Dolían mucho más que los golpes que Adolfo
le daba cuando se enfadaba con ella. Éste nunca le perdonaría que hubiese
concebido al pequeño, al que consideraba
fruto del pecado de su mujer como si él no fuese partícipe del mismo. La
ira del padre se acrecentaba cuando le decían que su hijo había salido a él.
Ciertamente, Manuel, nombre con el que lo bautizaron, tenía todos los rasgos de
los Pedrosa, apodo con el que se conocía a la familia de su abuelo.
Después
de Manuel llegarían otros siete hermanos, cuatro varones y tres mujeres a los
que había que sumar los tres abortos que sufrió Amalia. A aquellos que la
conocieron en sus años fértiles les costaba recordar a la mujer sin su vientre
fecundado. Su marido la montaba como el alazán monta a la yegua, sin ningún
gesto de cariño, limitándose a saciar sus apetencias sexuales. Poco le preocupaba si ella deseaba o le complacían
esas relaciones y tampoco ponía ningún remedio para no dejarla embarazada.
Adolfo
entró al servicio de uno de aquellos señoritos, quien le cedió una vivienda
ubicada en la misma finca la cual él,
con su familia, debía trabajar y atender. Era misión suya tener los bancales de
árboles frutales bien cuidados para que diesen la mayor cantidad de fruta
posible, gestionar la recogida de la misma y entregar los beneficios al
terrateniente, descontando la parte previamente acordada como salario.
Adolfo
gobernaba la familia y sus ingresos a
semejanza de lo que el señorito hacia con él. Si el año había sido bueno la paga
era mayor y Amalia recibía de su marido
lo justo para subsistir y comprar algo de ropa y zapatos para sus hijos. Cuando
la cosecha era mala los emolumentos de
Adolfo se resentían y éste recortaba a su mujer el dinero que le tenía asignado,
obligándola a mendigar entre la familia
para poder comer. Amalia criaba gallinas para disponer de huevos para el
consumo y también conejos que vendía para aumentar sus ingresos. En momentos de
bonanza había podido comprar algún cerdo que criaban y mataban para alimentarse
con él, aunque esto lo pudo hacer en contadas ocasiones. Su economía era tan precaria
que sus hijos andaban casi siempre con
alpargatas y ropas remendadas, hiciese frío o calor, porque ella no disponía del
recursos suficientes para calzarlos o vestirlos. Mientras, Adolfo, ajeno a todo
esto, se permitía tener un par de trajes para salir los domingos. Apasionado
por el cine, se desplazaba hasta alguno de los pueblos cercanos donde
disfrutaba de alguna película.
Los
hijos de Amelia y Adolfo fueron creciendo y los mayores, hartos de trabajar
para su padre y para el señorito sin sacar ningún beneficio, emigraron a
Cataluña, una región prospera donde había mucha demanda de mano de obra. Pasados
unos años, Manuel convenció a sus hermanos para, entre todos, forzar a su padre
a emigrar con el resto de la familia. No fue tarea fácil, Adolfo se resistió a
dejar su pueblo y su trabajo con el señorito. Fue necesaria la presión del
resto de la familia, padres, hermanas y cuñados y la amenaza de Amalia y sus hijos de marcharse y dejarlo solo para
doblegar su voluntad (era la primera vez que la mujer tuvo valor de enfrentarse
a su marido).
La
víspera de la partida, Amalia volvió a
dormir en la alfombra, su lugar habitual cuando su marido estaba rabioso con
ella. Recordó la noche de boda pero en esta ocasión no lloró; aquel viaje la
llenaba de esperanza y retomó sus sueños de una vida mejor. En la oscuridad del
dormitorio, en aquel duro lecho, se acurrucó y volvió a escuchar aquel susurro
que salía de sus labios diciendo:
-“Quizás
mañana… “
Cataluña
tampoco fue la tierra de promisión que Amalia esperaba, aunque es cierto que
pudo vivir con mayor comodidad. Cambio el campo por la ciudad, en una vivienda
con mayores prestaciones; agua corriente, luz eléctrica, una cocina con gas y
lo más importante: un cuarto de baño con su ducha y todo. Atrás, en el recuerdo,
quedaba la casa en el campo poco confortable sobre todo durante los duros
inviernos, el candil de carburo con el que se alumbraban y las acequias en las
que se lavaban y hacían la colada.
En
el terreno afectivo las cosas empeoraron, recordándole el principio de su
matrimonio. Su esposo tenía ahora un motivo más para odiarla, el haberle hecho
dejar una vida a él le gustaba. Adolfo,
encontró trabajo en unos viveros de plantas donde se ocupaba del control de
salida de la mercancía. Marchaba por la mañana y no regresaba hasta la noche y
el único contacto que mantenía con sus hijos era cruzarse ocasionalmente con
alguno de ellos por el pasillo de la vivienda, cuando iba o venia hacía su
dormitorio donde Amalia le servía la cena y el desayuno. En cuanto al dinero,
él pagaba la letra del piso y Amalia se cuidaba de la intendencia de la familia
con el dinero que los hijos que trabajaban le aportaban y que no siempre era suficiente
para llegar a fin de mes. Algunas veces se veía obligada a comprar fiado y
entonces era su hijo mayor, Manuel, quien la sacaba de apuros. De nada le
servía a éste último discutir con sus hermanos que contribuían con lo justo para sufragar los gastos de la familia.
Los
hijos crecían, se casaban y abandonaban la casa. Amalia fue envejeciendo,
castigada por el tiempo, la vida y su propia familia. A excepción de Manuel,
ninguno de sus otros vástagos se preocupó nunca demasiado de ella, quizás porque
lo aprendieron de su padre. Fueron muchas sus noches durmiendo en el duro suelo
y, aunque su marido no le propinó nunca una gran paliza, si la golpeó lo
suficiente para que nunca olvidase quien era el que mandaba. Hubo alguna vez en
la que, hastiada de aquella vida, pensó en abandonarlo todo y huir, pero
entonces su entorno familiar, suegros al principio y cuñados después e incluso
sus propios hermanos le dijeron que
aguantase, que esas cosas pasaban y que su marido no era tan malo si sabía
llevarlo bien. Incluso a aquellos vecinos a los que había comentado
ocasionalmente su situación les costaba creerla pues Adolfo representaba ante
todos su papel de hombre afable y educado. Por otra parte - ¿Qué marido no
pegaba alguna vez a su mujer? – se decían algunos.
Amalia
está enferma y se siente sola, desde que su salud empeoró su marido no ha
vuelto a echarla de la cama, ahora es él quien duerme en una habitación
contigua donde no la oye quejarse. Siente que su vida se apaga y aunque es consciente de que está llegando
al final aun se despierta y se repite, en un susurro, quedamente:
-“Quizás
mañana…”
Matías
Ortega Carmona
Octubre
de 2014.