JULIA Y MANUEL
Él, que nunca había salido del
pequeño pueblo almeriense, quiso el azar que al ser llamado a “servir a la
patria” fuese destinado a una lejana isla de la cual nada sabía. Le dijeron que
estaba en un archipiélago llamado Canarias cercano a África donde siempre era
verano. Acostumbrado al tórrido sol de su tierra no fue éste, precisamente, un
argumento que le animase.
De todos modos no se planteó
grandes dilemas; la mili era algo que se tenía que hacer, gustase o no, y su
vida en el pueblo no ofrecía tantos atractivos como para echarlo de menos. Se
había quedado huérfano siendo un niño y sus tíos lo llevaron a vivir con ellos.
Como la gente de su época, en aquel entorno, no supo lo que era la infancia y
en cuanto pudo sujetar un azadón empezó a luchar con
una tierra que, ávida de agua, se alimentaba con su propio sudor y de la que
obtenía escaso premio. Cuando no estaba cavando su tiempo lo ocupaban las
ovejas y las cabras que, con la casa en la que vivían y las tierras que trabajaban,
pertenecían al “Señorito”.
Sin ir a la escuela aprendió cuatro
letras que su tío, improvisado maestro, le enseñó. Siempre le trataron bien en
una casa donde el mayor lujo era no
dormir en el suelo, aunque tuviese que compartir la pequeña habitación y los
colchones, rellenos de la perfolla del maíz, con sus cuatro primos. No podía decirse que el hambre se parase en su
puerta pero, a menudo, pasaba tan cerca que Manuel, así se llama nuestro amigo,
contaba con su proverbial buen humor “Cenaba con nosotros porque era como de la familia”.
Con
veintidós años y sin una novia ni padres que le esperasen marchó Manuel, más
bien se lo llevaron, para Canarias. El viaje duró siete largos días en los que
tuvo la oportunidad de subir, por primera vez, al tren y después a un barco que
le llevarían hasta su destino en Tenerife. La experiencia resultó desoladora;
“acomodados” en vagones de carga y después en las bodegas del barco, su estado
físico al finalizar la travesía era patético. La alegría de haber tocado puerto
-se acababa por fin el terrible vaivén del barco y los horribles mareos (eso
pensaba él)- se vio truncada al contemplar el paisaje que podía verse desde el
barco. Las montañas estaban completamente peladas y le recordaban a su tierra
almeriense, aunque con un color más oscuro.
![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEi0ECfGLKDoM3BlRdwEeFFkTLrcp9_5z84B6xb2t3co8h9zBtEqcJ_6ufTVQ6GcwNIbjIkCj2AH2_xSLWJe6Hxhj4k_pXq5cbzqfMrETQdTd_m9PzAQvhNmiOd89GF2y9L_E9Ns9wKZbgSM/s1600/foto3.JPG)
Cuando bajó a tierra, con el resto
de futuros soldados, le pareció que el
suelo también se movía y cuando entraba
en un lugar cerrado todo le daba vueltas, como si aún estuviese navegando.
Tardó varios días en superar esta sensación y algunos meses en olvidar la
decepción que le supuso su llegada a las
islas. Tendría la oportunidad de estar
en varias de ellas aunque no de visitarlas a fondo. Las maniobras militares y las largas marchas a que les sometían fueron,
al principio, las únicas salidas que se pudo permitir pero le ayudaron a ir conociendo aquella tierra. Esto le animó
y durante su estancia en Tenerife visitó parte de la isla y fue empapándose de
su belleza. Manuel tuvo la suerte de disfrutar de unos lugares aún vírgenes que
todavía la mano del hombre no había transformado, o deformado en algunos casos,
y aprendió a quererlos. En ningún momento pudo imaginar el cambio tan brutal
que iban a tener el archipiélago con el desarrollo del turismo. Claro que en
aquella época nadie pensaba que las personas pudiesen dedicarse a viajar por
placer.
Tras
unos meses en Tenerife fue enviado a Lanzarote, en su corazón guardó para
siempre recuerdos de esa isla a la que ya no volvería; su Virgen de la Candelaria el Valle d
de La Oratava, Las Cañadas
del Teíde, La Laguna con sus estudiantes -¡Cuánto le habría gustado ser uno de
ellos!- y aquellos pueblos tendidos en las laderas precipitándose hacia
el mar.
Todo ello muy diferente a como sería
pasados unos años.
La llegada al puerto de Arrecife le
pareció una experiencia ya vivida. Quizás por ello decidió no angustiarse y
esperar antes de emitir un juicio sobre aquel lugar. Tras desembarcar les
dijeron que su destino era Tías, una pequeña población situada en el interior,
donde le sorprendió encontrar una Plaza de Toros. Algo muy habitual en su Andalucía de origen pero,
pensó, que inusual en aquellas latitudes. Pronto descubrió la mejor parte de
los festejos taurinos y era que el ejército compraba la carne de los animales sacrificados en la
fiesta. No es de extrañar, por tanto, que todos los soldados se hiciesen
entusiastas aficionados de las corridas de toros.
Tías
fue una etapa más en su experiencia como soldado antes de recalar
definitivamente en Arrecife.
En esta ciudad, capital de la isla, pasaría el
último periodo de su vida militar.
Manuel era una persona inquieta con
ganas de aprender y descubrir cosas nuevas. Su formación era escasa y sabedor
de ello se esforzó en mejorarla; con la ayuda de compañeros más preparados fue
avanzando en ese camino, lo cual le dio confianza en el trato con la gente y más
adelante le sirvió para obtener un buen empleo.
La paga de soldado” no daba para
mucho y la comida aparte de mala, algunas veces era más bien escasa; por ello
Manuel y otros compañeros buscaban
trabajo con los agricultores de la zona. Es de esta forma como se produce el
encuentro con Julia. El padre de ésta, propietario de una pequeña finca,
necesitaba en ocasiones que alguien que le ayudase en los trabajos más duros.
Manuel sería uno de estos ayudantes sin imaginarse entonces que ese iba a ser
el contrato de su vida.
Era
costumbre que las mujeres de la casa llevasen algo de comida y bebida a los
hombres que estaban trabajando en el campo, para que éstos repusiesen las fuerzas y el ánimo. Mientras su padre y
Manuel daban cuenta de las viandas, Julia hablaba con éste y le pedía que le
contase cosas de la Península. La muchacha sentía gran curiosidad por saber
como era la España del continente y su gran anhelo era visitarla algún día. No
era mucho lo que Manuel podía descubrirle pues la primera vez que viajó fue,
precisamente, para ir a Canarias. Así que lo que hacía era contarle a ella, lo
que él conocía solo de oídas.
Le explicaba que no lejos de su pueblo había una
ciudad llena de belleza y embrujo que se llama Granada; le hablaba
de tierras que
él veía desde el tren camino de Algeciras, donde embarcó, en las que los
olivares no parecían tener fin; de grandes montañas llenas de verdor, de la
nieve que había visto en alguna ocasión, tan blanca y tan fría. También le
contaba las noticias que le llegaban de Barcelona, una provincia a la que la
gente de su pueblo y de los alrededores emigraba, buscando una vida mejor. Así
lo habían hecho sus cuatro primos, compañeros de habitación, que se fueron a
conseguir unos ahorros y acabaron quedándose para siempre.
Manuel, que fuera de su terruño
natal no había vivido más que aquella tierra canaria, conforme pasaba el tiempo
se iba sintiendo más aclimatado a la misma e iba descubriendo nuevas y poderosas razones para quedarse en ella.
Aquella era una isla, por lo
diferente, preciosa. Casi toda ella estaba cubierta de lava, expulsada por sus
numerosos volcanes. Éstos, a lo largo de la historia, han aterrorizado con sus
erupciones a los lugareños, sepultando el ardiente liquido todo lo que
encontraba a su paso, dando forma a un paisaje hermoso y sobrecogedor:
Los
Hervideros, donde la lava al solidificarse en el contacto con el agua del mar
ha formado una especie de sifones por los que éste ruge con furia y unos arcos
semejantes a los de la Playa de Las Catedrales en Lugo.
El Golfo, laguna situada junto al mar donde el agua adquiere un tono verde
esmeralda. En el norte de la isla, grutas
naturales como La Cueva de Los Verdes, refugio de los nativos ante las
incursiones de los piratas y de los diferentes conquistadores que asaltaron la
isla; en esta cueva existe hoy en día un magnifico Auditorio, celebre por su
excepcional acústica. Cercana a esta gruta otra cueva, Los Jameos del agua,
dotada de una gran belleza.
![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgXGLDQEPMnNwTQ7ffBokg3waCjyeHVdNKhX4VHNVpLCat7CzLUmU1ISjvAB_iR1dTCvWseVTzvhWX8Y48_fEzEPLgpn3vp89CV-y_I1MgZei8eKvRRSergoqk1VZbbhABhchPns7ioo3O-/s1600/1506972_3842844805110_1231036605_n.jpg) |
Foto cedida por Loli Martinez |
Desde
El Mirador del Río en los acantilados del norte se divisa La Graciosa, pequeña
isla a la cual su nombre describe perfectamente. En contraste con la negritud
del terreno, el pueblo de Haría con sus palmeras forma un maravilloso vergel y
al igual que Yaiza, recuerda a
cualquiera de esos pueblos blancos africanos. Sus mujeres tejen preciosos encajes, para embellecer sus ajuares, ![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEizBOrVEMKFkiYdfcJgjJIIe3O_WV5sv_sXTk0c_bxkK7LJ0c4AGEOHSR7cnSHGx0Q91lNtxB4-cF16vHv-dBtKrPoOqpycFuzervRcZV0GVjsTfcMk4726YC0ORvFJX9pWFZA9sZisrSoo/s1600/foto11.JPG)
que con el tiempo se han convertido en
un reclamo para los visitantes. Teguise, antigua capital de la isla, villa
sencilla y majestuosa.
Todos esos lugares evolucionados en eltiempo por la
mano y el cariño del lanzaroteño Cesar Manrique cautivaron, en su estado
primitivo, a Manuel. Pero, por encima de toda esa belleza, el verdadero motivo
de que hiciera suya aquella tierra era Julia que lo tenía hechizado y a quien
años más tarde dedicaría estos versos:
En el jardín de Canarias,
un día, encontré una rosa
y
a la Virgen de Candelaria,
se la pedí por esposa.
Me metí a jardinero
para cuidar esa flor;
la mimé con esmero,
dándole todo mi amor.
Virgencita querida,
hoy, te vengo a rezar
porque se apaga su vida
y no lo puedo evitar.
Llora mi corazón
llora por tanto sufrimiento.
Devuélveme la ilusión;
escucha mi lamento.
Fiestas patronales de San Ginés;
Manuel va a buscar a Julia para ir a la verbena. Hace meses que salen, han recorrido
la isla extasiándose con cada rincón, disfrutan
intensamente de su mutua compañía pero nunca han hablado de ello. Cuando Manuel llama
a la puerta le abre Ana, la madre de Julia. Él se queda fuera, no es
premeditado, pero se alegra de haberlo hecho. Sale Julia y es como una
aparición; un ángel. Su esplendida figura, enfundada en un vestido blanco, con
un chal sobre sus hombros morenos; su larga melena; ese hermoso rostro con
rasgos tan típicos en la mujer canaria que la hacen tan bella. Manuel queda
embelesado; caminan muy juntos pero sin tocarse, la conversación, tan habitual,
hoy no existe. Parecen querer escuchar el latido de sus corazones y así, en
silencio, llegan al baile. Hay luna llena y en el Paseo
Marítimo, frente al Castillo de San Gabriel, toca la orquesta. En la quieta
agua del mar, se reflejan las luces del paseo, los focos del Castillo y en los
ojos de Julia todo ello. Son negros, brillantes; dos luceros. Manuel se pierde
en ellos, están bailando o quizás no; sólo saben que están juntos. No oyen la
música, no saben si la orquesta termina de tocar ni si empieza una nueva
canción; sólo saben que están juntos. Un beso; el primer beso que les unirá
para siempre. Una hermosa noche, preludio de una unión que traerá años de
felicidad.
Julia
y Manuel se casaron pocos meses después de que él acabase con sus obligaciones
militares. Lo hicieron en la Iglesia de San Ginés rodeados de los familiares de
ella y alguno de los compañeros que
Manuel tuvo en el ejército.
Manuel consiguió un empleo en una
de las pocas empresas que había en esa época en Arrecife y lo compaginaba con el cuidado de las
tierras de la familia de Julia. Todo era felicidad en la vida de los recién
casados, hasta que un día la joven esposa enfermó.
Los días pasaban y Manuel veía como
aquella mujer, a la que veneraba, se iba consumiendo con la enfermedad.
Sentado al lado de la cama, en la
que estaba su esposa,
la contemplaba y sentía romperse su
corazón. Curiosamente era ella quien le consolaba y le animaba como si el
enfermo fuese él.
Un buen día, nadie sabe bien como,
sucedió el milagro y Julia empezó a mejorar. Poco a poco la enfermedad quedó
atrás y la vida de la pareja volvió a la normalidad.
Un año después de su enfermedad,
Julia, se quedó embarazada y tuvieron a
su primera hija a la que llamarían María y dos años más tarde nacería Julia, la
segunda.
Manuel
no podía imaginar felicidad mayor que la de estar rodeado de su familia. Al
igual que su madre, cuando la conoció, las dos niñas tan pronto aprendieron a
hablar no cesaban de hacerle preguntas sobre la península.
Su padre se sentaba
con ellas en el porche de la casa y más que explicarles empezó a soñar, con
ellas, en volver al continente y visitar
aquellos lugares que sólo conocía de oídas. Cuando la añoranza era muy grande
Manuel miraba a Julia y ésta desaparecía por completo. Nada había en el mundo
que le importase más que ella.
Julia, es un prodigio de mujer que,
siempre con la sonrisa en los labios, ha dedicado su vida a buscar la felicidad
de su familia. Una sonrisa tan bella y dulce como los paisajes de su tierra
canaria.
Matías Ortega Carmona
Gracias a Quique Castillo y Loli A Martinez por permitirme utilizar sus fotografías para este relato.