MARINERO DE TIERRA ADENTRO
Las voces
y risas de los chiquillos se apagaban a
medida que éstos iban abandonando el lago. En el pequeño embarcadero solamente
quedaba el viejo Pepito, que estaba ocupado en amarrar su aún más vieja barca,
la cual había heredado de su padre. Mirando la quietud del agua, mientras
sujetaba la última amarra, pensaba que, aunque la dejase suelta, la barca no se iría de allí y que en caso de hacerlo
ella sola encontraría el camino para volver. Aquella barca, al igual que él,
conocía hasta el rincón más recóndito del lago, no en vano lo había explorado,
a bordo de ella, miles de veces.
Ensimismado
en su tarea recordaba que su padre, siendo él todavía un niño, le hablaba del
mar. Le explicaba que era una extensión de agua salada mayor que todos los
lagos del mundo juntos. Su nombre variaba en función de su ubicación
geográfica, llamándose mar cuando la distancia de una a otra orilla era
relativamente corta y océano cuando se podían pasar días y semanas navegando
sin ver la costa. Estos mares y océanos se comunicaban entre sí y ocupaban la
mayor parte del planeta. En sus aguas vivía desde los más minúsculos peces
hasta las más enormes de las criaturas marinas, como las ballenas. En sus
costas había países de lo más variado. Unos tenían una vegetación exuberante,
con un paisaje parecido al de las riberas del lago y otros eran auténticos
desiertos. También las personas que habitaban esos países eran de lo más
variopinto, siendo diferente hasta su color. Pepito escuchaba extasiado las
historias de su padre; desde que empezó a oírlas se dijo que, en cuanto
pudiese, dejaría el lago para ir hasta el mar.
Pepito le
preguntó a su progenitor que es lo que debía de hacer para ser un buen marinero
y este le contestó –“Primero deberás saber manejar la barca, después dominar,
con ella, las aguas del lago y cuando éste no tenga secretos para ti lo dejarás
y te irás al mar. Cuando estés en él descubrirás que, para navegar, lo que aquí
has aprendido no es suficiente. Nuestra querida Isabela (nombre de la barca),
que en el lago es la reina, en el mar sería sólo un cascarón que zozobraría al
menor embate. Tus conocimientos de navegación, en ese medio, no te llevarían
más allá de una jornada de travesía. Por ello tendrás que esforzarte y
estudiar, sólo si haces todo eso podrás ser un buen marino”.
Pasaron
los años y el niño se hizo hombre. Siguió los consejos de su padre y se convirtió en un buen marino. Pepito era
Don José, un capitán de la marina mercante que surcaba todos los mares del
mundo y conocía los países más exóticos. Navegar le dio la oportunidad de tener
amigos en un extremo y otro de la tierra
y de comprobar que la gente puede ser buena o mala sin importar el idioma que
hablen o la raza que tengan. Pudo ver de cerca los avances más grandes que el
hombre ha sido capaz de crear, los monumentos que adornan las grandes ciudades
y también como los mismos hombres luchaban contra la naturaleza, destruyendo
los rincones más bellos, persiguiendo y acosando a los animales hasta exterminarlos.
No contentos con eso también se exterminaban entre sí, luchando en terribles
guerras. Todo ello con el objetivo, casi siempre, de saciar sus ansias de
riqueza y poder.
Afortunadamente también había personas maravillosas que hacían
de su vida una aventura al servicio de los demás. Gentes que habían abandonado
la comodidad de la civilización más moderna para, con sus conocimientos, ayudar
a otros que no habían tenido oportunidad de conocer más que, la miseria, el
hambre y la enfermedad. Mujeres y hombres de las más diversas profesiones:
médicos, enfermeros, misioneros y otros vivían entregados a esa labor.
Pepito, o
Don José, pudo conocer como, dependiendo del lugar, se practicaban multitud de
religiones y que en determinados países, donde se había producido una mezcla de
razas y culturas, coexistían varias de ellas. Su experiencia le decía que no
había una religión mejor que otra y que, en todas ellas, se podía encontrar el
mandamiento que recordaba a los fieles la obligación de ser respetuoso con sus
semejantes y el entorno en que vivían. Él pensaba que sólo con cumplir ese
precepto el mundo sería completamente distinto y, sin lugar a dudas, mejor.
Pasaba
también, por su mente, el recuerdo de las noches en medio del océano. La paz y
el sosiego que le producía contemplar la belleza del cielo cuajado de
estrellas, que le sugerían otros mundos en los que, quizás, también habría
mares en los que navegar. Pero no siempre el mar ofrecía esa calma, en
ocasiones se enfurecía, como si se rebelase contra aquellos que osaban surcar
sus aguas, y entonces era terrible. Multitud de barcos y miles de marineros
habían pagado su tributo al mar, quedándose para siempre en él. También Pepito
tenía su recuerdo de esos momentos trágicos, en una de esas tempestades su barco
estuvo a punto de zozobrar, salvándose de ello milagrosamente. Con los embates
de las olas sufrió una caída que le provocó una fractura en su pierna derecha,
de la cual le había quedado, como secuela, una cojera que al caminar le hacía
arrastrar ligeramente la pierna.
Llegó un
día en que Don José, que empezaba añorar a Pepito, revirtió el camino y volvió
al lago en el que había nacido. En las aguas de su infancia el marino de los
grandes viajes dejó paso al marinero de tierra adentro. A bordo de Isabela navegó
otra vez por aquellos parajes familiares y queridos. Acompañándole, casi
siempre, niños de las aldeas vecinas a los que les encantaba oír las historias
de Pepito. La vida, que tantas alegrías le había proporcionado, no quiso
premiarle con la llegada de un hijo, y aquellos niños a los que paseaba en su
barca llenaban, de alguna manera, ese vacío.
La cálida voz de una bella mulata, que le avisaba para
la cena, le trajo de nuevo a la realidad. Raquel era, desde hacía años, la
mujer con la que compartía su vida. La conoció en uno de sus viajes por Las
Antillas y desde entonces no se habían separado.
Apoyados
el uno en el otro, como dos jóvenes enamorados, Raquel y Pepito caminaron hacia
la casa. En la arena, las huellas de la pareja que, poco a poco, se iba
perdiendo en la oscuridad de la noche. En el lago, la luna llena bañándose en las tranquilas aguas, acompañaba a
Isabela esperando que con el amanecer el
sol le diese el relevo.
Matías
Ortega Carmona
Bellísima inspiración querido amigo poeta, excelente obra literaria que me atrapó de principio a fin, Pepito seguirá eterno con sus dos amores Raquel y Isabela, una su compañera e Isabela su manantial de alegrías e inspiración...felicidades Enhorabuena.
ResponderEliminarMuchas gracias Ana María, siempre es un placercompartir contigo mis historias. Saludos
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