lunes, 2 de abril de 2012

CUENTO - MARINERO DE TIERRA ADENTRO







MARINERO DE TIERRA ADENTRO




Las voces y  risas de los chiquillos se apagaban a medida que éstos iban abandonando el lago. En el pequeño embarcadero solamente quedaba el viejo Pepito, que estaba ocupado en amarrar su aún más vieja barca, la cual había heredado de su padre. Mirando la quietud del agua, mientras sujetaba la última amarra, pensaba que, aunque la dejase suelta, la barca  no se iría de allí y que en caso de hacerlo ella sola encontraría el camino para volver. Aquella barca, al igual que él, conocía hasta el rincón más recóndito del lago, no en vano lo había explorado, a bordo de ella, miles de veces.

Ensimismado en su tarea recordaba que su padre, siendo él todavía un niño, le hablaba del mar. Le explicaba que era una extensión de agua salada mayor que todos los lagos del mundo juntos. Su nombre variaba en función de su ubicación geográfica, llamándose mar cuando la distancia de una a otra orilla era relativamente corta y océano cuando se podían pasar días y semanas navegando sin ver la costa. Estos mares y océanos se comunicaban entre sí y ocupaban la mayor parte del planeta. En sus aguas vivía desde los más minúsculos peces hasta las más enormes de las criaturas marinas, como las ballenas. En sus costas había países de lo más variado. Unos tenían una vegetación exuberante, con un paisaje parecido al de las riberas del lago y otros eran auténticos desiertos. También las personas que habitaban esos países eran de lo más variopinto, siendo diferente hasta su color. Pepito escuchaba extasiado las historias de su padre; desde que empezó a oírlas se dijo que, en cuanto pudiese, dejaría el lago para ir hasta el mar.

Pepito le preguntó a su progenitor que es lo que debía de hacer para ser un buen marinero y este le contestó –“Primero deberás saber manejar la barca, después dominar, con ella, las aguas del lago y cuando éste no tenga secretos para ti lo dejarás y te irás al mar. Cuando estés en él descubrirás que, para navegar, lo que aquí has aprendido no es suficiente. Nuestra querida Isabela (nombre de la barca), que en el lago es la reina, en el mar sería sólo un cascarón que zozobraría al menor embate. Tus conocimientos de navegación, en ese medio, no te llevarían más allá de una jornada de travesía. Por ello tendrás que esforzarte y estudiar, sólo si haces todo eso podrás ser un buen marino”.

Pasaron los años y el niño se hizo hombre. Siguió los consejos de su padre  y se convirtió en un buen marino. Pepito era Don José, un capitán de la marina mercante que surcaba todos los mares del mundo y conocía los países más exóticos. Navegar le dio la oportunidad de tener amigos en  un extremo y otro de la tierra y de comprobar que la gente puede ser buena o mala sin importar el idioma que hablen o la raza que tengan. Pudo ver de cerca los avances más grandes que el hombre ha sido capaz de crear, los monumentos que adornan las grandes ciudades y también como los mismos hombres luchaban contra la naturaleza, destruyendo los rincones más bellos, persiguiendo y acosando a los animales hasta exterminarlos. No contentos con eso también se exterminaban entre sí, luchando en terribles guerras. Todo ello con el objetivo, casi siempre, de saciar sus ansias de riqueza y poder. 

Afortunadamente también había personas maravillosas que hacían de su vida una aventura al servicio de los demás. Gentes que habían abandonado la comodidad de la civilización más moderna para, con sus conocimientos, ayudar a otros que no habían tenido oportunidad de conocer más que, la miseria, el hambre y la enfermedad. Mujeres y hombres de las más diversas profesiones: médicos, enfermeros, misioneros y otros vivían entregados a esa labor.

Pepito, o Don José, pudo conocer como, dependiendo del lugar, se practicaban multitud de religiones y que en determinados países, donde se había producido una mezcla de razas y culturas, coexistían varias de ellas. Su experiencia le decía que no había una religión mejor que otra y que, en todas ellas, se podía encontrar el mandamiento que recordaba a los fieles la obligación de ser respetuoso con sus semejantes y el entorno en que vivían. Él pensaba que sólo con cumplir ese precepto el mundo sería completamente distinto y, sin lugar a dudas, mejor.

Pasaba también, por su mente, el recuerdo de las noches en medio del océano. La paz y el sosiego que le producía contemplar la belleza del cielo cuajado de estrellas, que le sugerían otros mundos en los que, quizás, también habría mares en los que navegar. Pero no siempre el mar ofrecía esa calma, en ocasiones se enfurecía, como si se rebelase contra aquellos que osaban surcar sus aguas, y entonces era terrible. Multitud de barcos y miles de marineros habían pagado su tributo al mar, quedándose para siempre en él. También Pepito tenía su recuerdo de esos momentos trágicos, en una de esas tempestades su barco estuvo a punto de zozobrar, salvándose de ello milagrosamente. Con los embates de las olas sufrió una caída que le provocó una fractura en su pierna derecha, de la cual le había quedado, como secuela, una cojera que al caminar le hacía arrastrar ligeramente la pierna.

Llegó un día en que Don José, que empezaba añorar a Pepito, revirtió el camino y volvió al lago en el que había nacido. En las aguas de su infancia el marino de los grandes viajes dejó paso al marinero de tierra adentro. A bordo de Isabela navegó otra vez por aquellos parajes familiares y queridos. Acompañándole, casi siempre, niños de las aldeas vecinas a los que les encantaba oír las historias de Pepito. La vida, que tantas alegrías le había proporcionado, no quiso premiarle con la llegada de un hijo, y aquellos niños a los que paseaba en su barca llenaban, de alguna manera, ese vacío.
La cálida voz de una bella mulata, que le avisaba para la cena, le trajo de nuevo a la realidad. Raquel era, desde hacía años, la mujer con la que compartía su vida. La conoció en uno de sus viajes por Las Antillas y desde entonces no se habían separado.



Apoyados el uno en el otro, como dos jóvenes enamorados, Raquel y Pepito caminaron hacia la casa. En la arena, las huellas de la pareja que, poco a poco, se iba perdiendo en la oscuridad de la noche. En el lago, la luna llena bañándose en las tranquilas aguas, acompañaba a Isabela esperando que con el amanecer el sol le diese el relevo.



Matías Ortega Carmona




2 comentarios:

  1. Bellísima inspiración querido amigo poeta, excelente obra literaria que me atrapó de principio a fin, Pepito seguirá eterno con sus dos amores Raquel y Isabela, una su compañera e Isabela su manantial de alegrías e inspiración...felicidades Enhorabuena.

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    1. Muchas gracias Ana María, siempre es un placercompartir contigo mis historias. Saludos

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