Para la construcción del Santuario se eligieron
unos terrenos cercanos al puerto y a la estación de ferrocarril. La línea
ferroviaria era la única en servicio en todo el país y se construyó para unir Puerto
Colombia con Barranquilla. Por este medio, las mercancías que descargaban los gigantescos
buques eran trasladadas hasta la capital del departamento del Atlántico en
breve espacio de tiempo.
El muelle recién inaugurado era uno de los de mayor
longitud del continente; obligaba a ello la poca profundidad del mar en la
costa caribeña que hacía que los barcos de gran calado tuviesen que atracar mar
adentro. Desde cierta distancia, en la que no se apreciaban los raíles, resultaba
curioso ver cómo las humeantes locomotoras de los trenes parecían correr sobre
las aguas, desafiando un mar que amenazaba con engullirlas.
Samuel diseñó una iglesia de estilo colonial, con una nave central, en la que grande vidrieras
laterales, proporcionarían al recinto luz natural procedente de un sol, que
luce generoso en aquellas latitudes. Al final de la nave estaría el altar y tras él, sobre un pedestal adornado con dos
columnas, se colocaría la imagen de la Virgen del Carmen.
Sobre el pórtico
de entrada habría un rosetón, de considerable tamaño con cristales de
variadas tonalidades, para aportar color
y belleza al conjunto.
El campanario, con el fin de que fuese visible desde cualquier punto de la
ciudad, doblaría en tamaño a la altura de la iglesia.
Adosada a la derecha, en línea con la parte trasera, estaría ubicada la sacristía y a la
izquierda del santuario se construiría la vivienda del párroco.
Entre los jardines del puerto y la ermita quedaba una amplia plaza que serviría tanto de lugar
de ocio como de concentración de los fieles que cada 15 de julio acudirían,
seguro que en gran número, a festejar a su patrona.
Los suelos del interior del santuario, escaleras de
acceso y el pavimento de la plaza, estarían recubiertos de mármol colombiano
procedente de las canteras de Huila y Puerto Nare.
Sus obligaciones como arquitecto no fueron
obstáculo para que Samuel y Yanira pasasen juntos mucho tiempo. Durante la
semana, en los ratos que les dejaban libres sus respectivas ocupaciones,
paseaban por la ciudad o se llegaban hasta la zona de los balnearios. El de
Sabanilla era su preferido por la belleza del entorno y por la atención que les
dispensaba Santiago Morales, el director del mismo, con quien Samuel había
compartido mesa en la cena ofrecida por las autoridades, durante el Carnaval.
Cuando disponían de más tiempo, sobre todo los
fines de semana, Yanira mostraba a su amante lugares cercanos a la ciudad por
los que él, hasta entonces, no había mostrado gran interés.
La carretera del Mar que lleva hasta el estuario
del Río Magdalena permite acercarse hasta un conjunto de charcas o lagunas (Aguadulce, El
Rincón, El salado, Balboa o Los Manatíes son algunas de ellas) en las cuales se
puede pescar, contemplar gran variedad de aves acuáticas o, simplemente, en el
caso de los enamorados, aislarse del mundo para dedicarse el uno al otro.
En otras ocasiones, embarcados en el pequeño velero que Ramiro había vendido
a Samuel, navegaban recorriendo la costa.
Paradisiacas calas, prácticamente vírgenes, con playas de una arena blanca y
fina, fueron mudos testigos del amor y caricias con las que se agasajaba la
pareja.
Si el tiempo se estropeaba, lo cual era más bien
infrecuente, o no les apetecía navegar, su amigo Santiago siempre estaba
dispuesto a ejercer de buen “Celestino” y les ofrecía la mejor habitación del balneario. Allí,
colmados de las más discretas atenciones, la pareja pasaba el tiempo entregados
a una pasión que les consumía.
Ni las habladurías de la gente, ni los consejos de
su padre, tenían ningún efecto en Yanira para que recapacitase sobre su relación
con Samuel. Se diría que producían en ella el efecto contrario. Cuando
empezaron a salir lo hicieron por apagar las llamas del deseo que se habían
apoderado de los dos. Nada o poco conocían el uno del otro y nada necesitaban
saber, solo beber el uno del otro para apagar la sed de caricias de sus cuerpos
sedientos de amor.
En la habitación del balneario, cuando los dos
yacían con sus cuerpos exhaustos, Samuel le hablaba de España, de su origen
judío y de cómo sus antepasados habían sido expulsados, siglos atrás, de su
país. Curiosamente, en muy pocas ocasiones hacía referencia a su familia y si ella preguntaba,
él le contestaba de forma escueta sin extenderse lo más mínimo. Tampoco (Yanira
se daría cuenta más adelante de ese detalle)
mencionaba nunca la posibilidad de llevarla a conocer Toledo, una ciudad
de la que el joven hablaba con devoción pero que no parecía tener en sus planes
que ella conociese.
Realmente, Yanira no pedía ni necesitaba más; era
feliz. Su amante la colmaba de atenciones, jamás miraba a otra mujer, aunque la belleza de la mayoría de las porteñas estuviese
fuera de toda duda, y se comportaba con ella de manera muy diferente a como lo
hacían los nativos con sus mujeres, a las que consideraban como una propiedad
más. Ella opinaba, tenía su propio criterio de las cosas y no obedecía a ningún
dueño, si hacía el amor con Samuel era porque ambos lo deseaban y no porque su
hombre lo demandase. Le hablaba y le trataba con la dulzura propia de las
mujeres nativas pero sin dejar nunca que su amor por él se convirtiese en
sumisión.
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